lunes, 18 de diciembre de 2006

Nadie se lo había enseñado.

Amanece. La claridad, poco a poco, empuja el oscuro manto de la noche y el sol, perezoso, estira sus rayos entre los picos de unas lejanas montañas. El bosque empieza a iluminarse y la templada calidez de la luz disuelve las brumas, que entre las copas de los árboles aún se enredan. Abajo, al pie de un centenario pino, se abre una madriguera donde un pequeño conejo, todavía un gazapo, se dispone a salir. Ha nacido al principio de la primavera, se aproxima el verano y cree que se encuentra preparado. Su madre le ha enseñado todo lo que tenía que saber sobre el bosque y hoy, está convencido, de que ha llegado el día de enfrentarse él solo al mundo que le rodea.
Se prepara, se acerca a la salida de la madriguera y como le enseñó su madre, se detiene justo antes de salir, asoma un poco el hocico y olisquea el aire en todas las direcciones para ver si percibe algún olor extraño. Todo parece normal y los olores que hasta él llegan son los que ha conocido siempre. Entonces llega el segundo paso, tensa sus patas traseras y de un salto sale al exterior quedando totalmente al descubierto, pero apenas hace contacto con el suelo, se gira y de otro salto, vuelve veloz como un rayo, a la seguridad de su madriguera. Y es que, según le explicó su madre, de este modo si hay algún predador en la entrada acechando en silencio, con ese rápido e inesperado movimiento fallará el golpe y quedará al descubierto.
Otra vez en su guarida se queda unos instantes quieto, casi sin respirar, esperando oír algún ruido o ver algún movimiento. Nada sucede y de nuevo su inquieto hocico husmea el aire que le rodea.
Todo en orden -piensa- llegó el momento. Y tímidamente primero, con sus orejas agachadas sobre su lomo, y con pequeños saltos más decididos después fue nuestro gazapo alejándose de su hogar.
Llevaba dados una docena de saltos y se detuvo. Guardó silencio, estiró sus orejas escuchando los ruidos del bosque y de nuevo olió el viento. Era un operación que cada poco debería de hacer. En todo momento, debía de saber que era lo que se movía a su alrededor. Esto, claro, era otra enseñanza de su madre y él estaba dispuesto a seguirlas todas al pie de la letra.
Todo estaba tranquilo y de nuevo emprendió su marcha. Cada vez más deprisa, cada vez más seguro de si mismo. Era feliz, saltaba, brincaba y le encantaban las cosquillas que la maleza le hacía en sus bigotes cuando avanzaba. Le embriagaba aquella sensación de libertad y sus saltos cada vez eran más altos hasta casi parecer que volaba.
Pero de repente, algo extraño sucedió. En su último salto, el más grande, el más amplio, sus patas no cayeron sobre el mullido manto del bosque sino que había ido a parar sobre algo desconocido para él. Era una superficie dura, negra y áspera, que despedía un desagradable y penetrante olor que nunca había olido.
Estaba desorientado, miraba confuso al suelo, levantando una pata primero y la otra después preguntándose, qué era aquello de lo que su madre no le había hablado. Levantó la mirada y absorto como estaba en el suelo no se había fijado en otra cosa más extraña aún. Por donde discurría aquel suelo ... ¡No había árboles! Todos se alineaban y apretujaban a un lado y otro de este negro manto, como si ni siquiera se atrevieran a tocarlo.
Pero las sorpresas no acababan. De pronto, a su espalda, empezó a oír un extraño sonido. Un murmullo lejano al principio, que poco a poco se fue convirtiendo en un rugido atroz. Despacio, comenzó a girar la cabeza en dirección de donde venía el sonido y lo que vio le dejó helado de espanto.
Hacía él, rugiendo, se acercaba un terrible monstruo con unos ojos grandes y redondos que echaban rayos de luz y unas fauces abiertas que enseñaba unos dientes largos, rectos y muy brillantes.
El miedo lo paralizó, no era capaz de mover un solo músculo mientras veía aquel engendro, que bufando, se acercaba cada vez más deprisa. Cerró los ojos y se preguntaba que era lo que había hecho mal. Un ruido seco, un golpe brutal y después... el silencio.
Nuestro gazapo ahora yace en aquel maldito suelo oscuro. Allí ha quedado aplastado y esparcido, convertido en una masa sanguinolenta de carne y huesos. Nunca volverá a su madriguera. Y es que, aunque su madre le había enseñado todo sobre el bosque, nunca pudo enseñarle lo qué eran una carretera y un coche.

1 comentario:

  1. Todos somos conejillos de india, y ahora tengo claro de dónde viene la expresión: de tu relato, no puede ser de otra manera. Es fantástico.
    Un abrazo

    Yolijolie

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