domingo, 16 de marzo de 2014

LA ISLA (Finales alternativos)


El  barco entero bullía en febril actividad. En su cubierta disciplinados marineros se afanaban por llevar a cabo todas las labores necesarias para fondear la nave moviéndose con asombrosa soltura entre jarcias, estays, velas y maldiciones de un siempre enrabietado contramaestre que blandía en su mano una amenazante porra que la verdad, casi nunca usaba. No hacía falta. Todo el mundo sabía lo que tenía que hacer, nadie estaba ocioso. Nadie excepto un hombre ya de cierta edad y sin duda un caballero por la ropa que vestía que ajeno al trajín que se movía a sus espaldas y apoyado con sus codos sobre la borda de estribor contemplaba, aislado en sus pensamientos,  la isla que se encontraba frente a él a poco más de media milla de distancia.
-    El primer bote cargado con sus cosas ha salido ya hacia la isla, milord.
 El hombre, sorprendido en su divagar, dio un ligero respingo y volvió la mirada. Quien había hablado sacándole de su trance fue el capitán del barco. Un hombre apuesto, de buena planta aunque quizás algo demasiado estirado en sus modales y joven o lo bastante joven al menos  como para ya tener a su mando un navío como aquel.
-    El segundo bote lo están preparando. –Continuó con ese perenne aire marcial suyo del que nunca parecía apearse.- En él irán algunas cosas que no entraron en el primero y será el bote que lo lleve a usted también… -El capitán hizo una pequeña pausa tal vez esperando mi reacción para terminar diciendo.- … si es que milord no ha cambiado de opinión, claro.
-    No capitán, no he cambiado de idea. –Sonrió de buena gana el caballero con cierta  complacencia.- Sigo queriendo ir a esa isla.
-    Entonces permítame que vaya con usted en el bote, milord.
-    ¡Oh! No es necesario que venga conmigo hasta la isla, capitán. –Replicó el caballero.- Ya se ha tomado usted demasiadas molestias por mí.
-    Insisto milord.- Para hablar el capitán se puso aún más tieso y más estirado si es que eso era posible.-  Es obligación de un capitán velar por la seguridad de sus pasajeros hasta que estos lleguen a tierra sanos y salvos.
-    En ese caso capitán, será para mí un placer que me acompañe hasta la isla.
La respuesta del caballero estaba cargada de sinceridad. En realidad, tras los modos recios y castrenses del bisoño capitán se escondía una excelente persona todo un caballero y eficiente oficial que además se saber manejar a sus hombres con puño de hierro pero guante de seda supo demostrar en varias ocasiones durante la travesía que era poseedor también de una gran pericia marinera. Y si por su, como ya hemos dicho, corta edad todo esto resultaba sorprendente, más sorprendente resultaba todavía si cabe la gran erudición y conocimientos que demostraba tener sobre gran variedad de temas, técnicas y distintas artes pues entre otras muchas habilidades el capitán hablaba cinco idiomas, sabía tocar el violín, era un magnífico jugador de ajedrez y poseía un infinito conocimiento sobre vinos, respaldado éste con una espléndida bodega, de la que el caballero tuvo oportunidad de catar algunos de los más deliciosos caldos que había  probado en sui vida, y que siempre le acompañaba en sus viajes pues como el capitán decía: “el mar es mi hogar más que ningún otro y en tu hogar te rodeas de las cosas que te hacen sentir cómodo” .
En definitiva, que  el capitán resultó ser un anfitrión de primera con el que el caballero había compartido, durante las numerosas semanas que duró el viaje, largas charlas, piezas musicales, partidas de ajedrez y vinos, lo que inevitablemente llevó a que entre ambos hombres comenzara a surgir una sincera amistad. Así que realmente era todo un placer que el capitán le acompañara.
-    Muy bien milord. –Respondió el capitán.- Entonces en quince minutos salimos para isla. –Y diciendo esto entrechocó  suavemente sus tacones, hizo una ligerea reverencia  y dándose media vuelta desapareció entre la marejada de hombres, cabos y aparejos que seguían moviéndose por cubierta.

A los quince minutos exactos, como no podía ser de otra manera, abandonaron el barco en una chalupa. En ella iban, además de varios bultos apilados en el centro, dos marineros en cada borda con sendos remos que impulsaban el bote y un par de perros, una pareja de jóvenes labradores, que inquietos y curiosos olisqueaban arriba y abajo por la pequeña cubierta. En la popa, de pie, sujetando con una mano el timón iba el capitán tocado con su sombrero de dos picos, su traje reglamentario de oficial y esa pose recia y castrense con la que parecía impregnar de una suerte de aventura épica cualquier cosa que hiciera, aunque solo fuera guiar un triste bote.
En la proa, medio de cuclillas medio sentado va el caballero con la mirada fija puesta en la isla. Mecido por el suave vaivén de un mar que les recibía pacíficamente, el caballero se dejó hipnotizar por sus recuerdos. Recuerda la playa con forma de media luna y blanca arena a la que se dirigían. Recuerda el bosque frondoso, húmedo, fresco y lleno de ruidosa vida que se extiende ladera arriba hasta un picacho pelado de vegetación y terroso desde el que se puede divisar toda la isla. Recuerda también aquel saliente de rocas a su derecha, donde van a  estrellarse las olas, tan traicionero y tan peligroso, y la razón por la que los barcos evitan siempre que pueden acercarse a esa isla. Recuerdos, todos son recuerdos que se amontonaban desordenadamente en su cabeza. Recuerdos en su mayoría dolorosos, duros. Recuerdos de penuria, peligros, hambre y desolación y a pesar de todo eso, a pesar de esos recuerdos que le hacían estremecerse hasta el tuétano, era allí donde quería ir, era allí donde quería estar.
Cuando se acercaron lo suficiente a la playa un ligero gesto del capitán con su cabeza, bastó para que sus hombres se levantaran como resortes, dejaran los remos, saltaran al agua y con el agua por encima de sus rodillas empujaran la chalupa hasta encallar en la orilla.
 Apenas se habían detenido del todo cuando el caballero con inusitada agilidad saltó hasta la blanca arena. Nada más tocar tierra aspiró el aire de su alrededor con fuerza, se agachó para coger un puñado de arena y dejarla escurrir entre sus dedos, caminó unos pasos y volvió a agacharse para recoger una concha que arrojó con fuerza al mar, caminó otros cuantos pasos y otra cosa llamó su atención y se detuvo y volvió a caminar y a detenerse y a caminar, mirándolo todo, tocándolo todo. Aquel hombre hecho y derecho parecía un niño en una juguetería.
Así, a poquitos y zigzagueando, llegó hasta donde habían dejado las cosas llevadas en el primer viaje y con impaciente determinación, encaramándose a lo alto de la pila, se puso a revolver entre los bultos buscando algo. Al fin, exclamando un ¡ajá! de satisfacción, levantó su brazo enseñando algo que agarraba con la mano. Era una sombrilla, una simple sombrilla de las que solían usar las mujeres para protegerse del sol lo que en vez de tela con estampados de colores, él la había mandado hacer de piel curtida. Saltó de las cajas a la arena y con orgullosa solemnidad la abrió, la apoyó sobre su hombro para taparse del sol y satisfecho consigo mismo se sentó sobre las cajas dejando escapar un suspiro de bienestar.
Desde aquella posición, con el mar y el cielo como único horizonte, dejó vagar su mirada con deleite hasta que en su campo de visión apareció el capitán quien, bajo un pesado sol tropical y hundiendo sus botas en la arena, avanzaba pesadamente hasta donde él se encontraba. Llegó hasta allí resoplando, colorado como una amapola y chorreando sudor.
-    ¿Quiere una de estas, capitán? –Dijo el caballero mostrando su sombrilla.- He traído más de una.
-    No muchas gracias, milord. Me arreglaré como pueda. –Contestó el capitán mientras se quitaba su alto sombrero de dos picos y con un pañuelo trataba de secarse el sudor.-
-    Le puedo asegurar por propia experiencia que este sencillo adminículo es una de las cosas más necesarias en esta isla. Por estas latitudes el sol no es cosa de broma, capitán.
-    Lo sé milord y se lo agradezco. -El capitán hizo una pausa y clavó su mirada en el caballero.- Pero solamente vengo a decirle que todas sus cosas están ya en tierra…–Otra pausa, lo que esta vez algo más duradera.-  …  y que nos disponemos a zarpar hacia el barco...
-    Vamos capitán. –Exclamó el hombre.- Dígalo ya porque sino revienta.
El capitán se colocó de nuevo su sombrero, se alisó la guerrera, carraspeó y tras poner sus manos a la espalda dijo muy solemne.
-    Verá milord. Discúlpeme si me equivoco, pero creo que durante el viaje se han creado ciertos vínculos entre nosotros que bien podríamos llamar amistad.
-    Yo también lo creo, capitán, yo también lo creo. -Respondió el caballero asintiendo con la cabeza y con una franca sonrisa.-
-    Pues bien. Permítame que abuse de esta recién adquirida amistad para decirle  a usted que lo que se propone es una auténtica locura y por enésima vez le ruego que lo reconsidere. Aún estamos a tiempo. Si doy ahora la orden de cargar de nuevo las cosas en el barco podríamos zarpar incluso antes de que cambie la marea. Sólo tiene que decir…
El hombre levantó su mano interrumpiendo el discurso del capitán y tras menear la cabeza con cariñoso paternalismo le dijo:
-    Como usted bien dice, capitán, han sido enésimas las veces que hemos hablado sobre este tema durante el viaje. Es más, desde el primer momento en que le expliqué mis intenciones usted ha tratado de convencerme de lo contrario. Y por enésima vez le tengo que decir que nada me hará cambiar de idea. Que mi decisión es firme.
-    ¡Pero milord! –Insistía el capitán como niño enfurruñado.- ¡Quedarse usted solo en esta isla! ¡Es una completa locura! ¡Un hombre de su edad.
-    Precisamente capitán y si dios me lo permite, espero y deseo acabar mis días en esta isla.
El capitán soltó un contenido bufido y movía nervioso sus manos a la espalda. Empezaba a plantearse seriamente acabar con esto por las bravas. Tan solo tenía que llamar a los marineros agarrar al caballero y meterlo en la chalupa de nuevo quisiera o no quisiera.
-    Pues me va a perdonar, milord pero es que no puedo entenderlo. –Dijo el capitán tratando de agotar todas las vías diplomáticas.- Una persona con su fortuna y con el elevado estatus social que ha conseguido. ¡Si se codea usted con lo más granado de la alta sociedad! Y no sólo de Londres sino del mundo entero.
-    Tal vez sea por eso mi querido capitán que he tomado esta decisión. –El caballero hablaba al capitán pacientemente con voz tranquila y suave, como el profesor que explica a su pupilo preferido una lección que no acaba de entender.- Conozco los dos lados. Conozco esta remota isla desierta  y conozco también lo otro… ¿cómo lo ha llamado? ¡ah sí…! “lo más granado de la alta sociedad” y puedo decirle que eso a lo que usted parece tener en tan gran consideración no son más que una panda de golfos sinvergüenzas con una brillante pátina de educación, buenos modales y buen vestir por encima pero que no dudarán en arrancarle su corazón y comérselo en vivo si tiene usted la desdicha de cruzarse en su camino o de tener algo que ellos desean.
-    Bueno, creo que exagera, milord. –Protestó el capitán balanceándose incomodo sobre sus talones.-  No digo que no se peque de algo de ambición, pero….
-    ¿Ambición? ¿Ha dicho usted ambición?. –Interrumpió airado el caballero.- Oh no se equivoque usted querido capitán. De lo que hablo no es de ambición. Es más, le diré que la ambición es algo positivo y necesario. Uno puede tener la ambición de ser médico para curar enfermedades, o la enamorarse de una mujer para formar una familia o la de fundar un negocio para que prospere… Todo eso son grandes ambiciones, loables, que el ser humano necesita para desarrollarse como tal. Sin embargo, también está en la naturaleza del ser humano la desmesura sin freno y es lo que convierte la ambición en algo pernicioso y terrible. ¿Sabe usted en que la convierte capitán?
El capitán negó con su cabeza que seguía chorreando sudor.
-     Pues la ambición, mi querido capitán, se convierte en codicia y entonces el que ambicionaba ser doctor empieza a desear más reconocimiento y dinero y comienza a realizar experimentos que transgreden cualquier ética. Al hombre de familia no le basta su maravillosa mujer y comienza a desear a la mujer del vecino. El hombre de negocios logra crear su negocio y prospera pero quiere más beneficios, hacerse más grande y comienza a explotar a sus empleados. Codicia capitán. Codicia, la madre de todos los pecados capitales. La codicia te provoca ira por no tener suficiente, envidia de no tener lo que tiene el otro. La gula, la pereza y la lujuria son en sí mismas formas de codicia…  Puedo asegurarle a usted que la codicia  es el gran mal del ser humano.
-    Creo que es usted demasiado catastrofista. -Insistía el capitán sin demasiado convencimiento.-  A lo mejor es que ha conocido a las personas equivocadas.
-    Desde luego capitán, desde luego, de eso no le quepa a usted la menor duda. -  El caballero en su asiento rió con ganas aunque con un ligero deje de amarga ironía.- Mire. He conocido personas cuyas fortunas no las gastarían en cuatro vidas de lujo y desenfreno que vivieran y sin embargo siguen deseando más, más dinero, más poder y no les importa si el resultado final es que la gente pase hambre, se queden sin lugar donde vivir o maten o mueran en guerras sin sentido, eso da igual, lo único importante para ellos es ese porcentaje de más en sus beneficios y ampliar su parcela de poder. La codicia es la que domina el mundo y han podido conmigo. No puedo vivir rodeado de todo eso e impotente. A mí me ha echado.
-    Pero venirse aquí, milord. A esta isla tan lejana. –El tono del capitán era de indisimulada suplica.- Estar tan absolutamente solo, sin compañía.
-    ¿Quién dice que no tendré compañía? Me he traído dos perros. ¿No los ha visto? Qué mejor compañía que ésta puede tener nadie.
Los perros, que andaban cerca, parecieron adivinar que hablaban de ellos y vinieron moviendo el rabo a enredarse entre las piernas de su amo. Al capitán, sin embargo, no le hizo demasiada gracia la respuesta del caballero y lo miró con clara desaprobación. Como al niño que acaba de decir un taco.
-    No se enfade capitán. –Sonrió el hombre mientras acariciaba a los perros.- Vera usted. Como bien sabe yo ya he estado en esta isla por bastante tiempo y en aquel entonces solo dependía de mí y de mi esfuerzo. Cultivaba y criaba de lo que me alimentaba y le aseguro que me sabía a pura ambrosía. Las comodidades las lograba a base de trabajo, sudor e ingenio. Cosas simples, toscas pero que me provocaban mayor alegría y satisfacción que todas las sedas y joyas del mundo. En esta isla descubrí que una persona puede vivir con lo que la naturaleza y la vida le ofrecen, sólo hay que escucharla, integrarse, entenderla. En esta isla sentí una sensación única, maravillosa, la grata sensación de sentirse uno bien consigo mismo, algo que no me ha vuelto a ocurrir desde que volví a aquel “otro mundo”. Y por eso estoy aquí capitán, para reencontrar esa sensación, para volver a sentirla y, como le dije, si es posible y dios lo quiere, morir con ella..
El capitán bajó la mirada y con la puntera de la bota removió inquieto la arena sin saber que decir. Finalmente levantó la mirada para mirar al caballero y extendiendo su mano hacia él comenzó a decir
-    No me cabe duda de que no le voy a convencer, así que milord….
-    ¡Venga capitán! ¡Pero no va a apearse usted nunca del tratamiento, tanto milord y tanta gaita –Interrumpió el hombre poniéndose de pie.-
-    Está bien, esta bien. –Sonrió el capitán.- Pues permítame decirle señor Crusoe…
-    Robinson. Simplemente Robinson está bien.
-    Pues entonces solo me queda desearle la mayor de las suertes, Robinson Crusoe.