domingo, 29 de diciembre de 2013

Ya no Quedan Héroes

La operación resultó ser un fracaso total, un tremendo desastre. Lo que iba  a ser un hábil golpe de mano rápido y limpio, se había convertido en una tremenda torpeza, un fiasco descomunal, una carnicería inútil. Tenían confirmada la de muerte de seis comandos y una baja más que, antes de tener que retirarse, habían estado oyendo maldecir, chillar y disparar hasta que todo se quedó en silencio. Suponen y esperan que, en el mejor de los casos, haya muerto antes de caer prisionero. Caer prisionero no sería bueno para él. Nada bueno. Conocen a sus enemigos y lo último que querrían sería caer vivos en sus manos. Por este motivo todos llevaban una bala guardada, la última bala. Una bala que llegado el momento les debía abrir la única vía de escape razonable.
Pero ese momento no ha llegado todavía, al menos para cinco de ellos que se retiraban ladera arriba. Dos de ellos cubrían la retaguardia con las miradas y los cañones de sus armas apuntando constantemente a sus espaldas, atentos a cualquier cosa que pudiera surgir de la noche que les rodeaba. Y en la vanguardia de este mermado grupo, sólo unos pocos pasos por delante, otros dos soldados caminaban penosamente entre lo escarpado del terreno llevando en volandas a un herido. El hombre iba con los brazos abiertos apoyados en los hombros de sus compañeros, sentado sobre sus brazos entrelazados de modo que sus piernas colgaban en el aire y a cada paso que daban el herido gemía, farfullaba e intentaba ahogar sus propios gritos apretando los dientes. Un disparo en la pierna le había partido la tibia en dos mitades y aunque habían conseguido cortar la hemorragia a base de torniquetes, con el bamboleo del avance la pierna que le colgaba como un pingajo bailaba y adoptaba posiciones que iban contra natura.
-    ¡Parad, por favor, parad un momento! –Suplicaba el herido sin dejar de apretar los dientes.- Necesito descansar un minuto, solo un minuto para recuperarme.
-    ¡No tenemos un minuto! –Replicó jadeante y sin detenerse uno de los que le transportaba.-  ¡Han soltado a los perros!  ¡Los tenemos justo detrás! ¡No los oyes!
No, él no oía nada. Su mente estaba nublada por un dolor que le cubría todo el cuerpo y tan sólo podía escuchar el palpitar furioso de su corazón en las sienes. Las fuerzas le faltaban hasta para seguir suplicando por lo que bajó la cabeza y cerró sus ojos con fuerza luchando por ignorar el dolor. Pero apenas habían dado una decena más de pasos cuando uno de ellos trastabilló ligeramente. No llegaron a caer, pero el movimiento fue lo suficientemente brusco como para lograr que, con el vaivén, la pierna del herido tocara con la puntera de la bota su propia rodilla. El hombre abrió sus ojos y dientes para dejar escapar un terrible grito de dolor compendio de todos los gritos que hasta entonces había procurado reprimir.
-    ¡Dejadme por dios! ¡Dejadme! –Gimió suplicante con sus ojos anegados en lagrimones de dolor.-
Los hombres que lo transportaban, impresionados y conmovidos por sus gritos y suplicas, intercambiaron una mirada y  uno de ellos hizo un ademán con la cabeza indicando la dirección a seguir. Se desplazaron rápidamente un poco a la derecha, hacia una gran roca que sobresalía del terreno. La roca era lo suficientemente grande para protegerlos a todos y su ubicación era perfecta para defenderse de todo aquello que subiera por la ladera. En términos militares aquel lugar podría definirse como una posición defensiva óptima.
Entre lamentos y quejidos sentaron al herido en el suelo con la espalda apoyada contra la roca y lo primero que hizo fue llevar ambas manos a su pierna torcida y entre muecas de dolor tratar de colocarla para darle, al menos, una apariencia normal de rectitud.
No tardaron en unirse los hombres que cubrían la retaguardia y los cuatro, tras la roca, rodearon al herido a quien contemplaron por un instante en silencio. No necesitaban decirse nada, todos eran veteranos fogueados en mil batallas y sobraban las palabras. Tan solo un intercambio de miradas unos gestos de asentimiento con la cabeza y todo estaba dicho. Las cuatro siluetas negras que se recortaban sobre el oscuro cielo nocturno empezaron a sacar su munición de sobra. Cargadores, alguna que otra granada, un fúsil M4 ligero, con rápida cadencia de disparo y letal y todo lo fueron depositando a mano del herido.
-    ¿Qué hacéis? –Preguntó mirándoles extrañado y sin soltar su pierna.- ¿Por qué me dais todo esto? ¿En qué estáis pensando?
El que estaba al mando, un soldado raso pero que por eliminación había quedado como el más veterano y por tanto el de mayor rango, metió un cargador con un golpe metálico en el M4 y poniéndolo de pie apoyado en la roca junto al herido le dijo:
-    Pensamos en la única posibilidad lógica. Lo siento.
-    ¡Cómo que lo sientes! ¿Qué significa que lo sientes? ¡¿Qué pretendéis?! ¿Dejarme aquí solo? –Protestó el herido con sus mermadas energías.- Aquí apechugamos todos cómo está mandado.-Dijo.- ¿¡Dónde está el “siempre fiel” y todas esas chorradas?! ¡Mirad! –Golpeó la roca con la palma de su mano.- Donde estamos es una buena posición. Fácilmente defendible. Entre todos podemos plantarnos aquí y mantener a raya a esos hijos de puta hasta que vengan a ayudarnos.
-    Es inútil. Sabes perfectamente que oficialmente nadie sabe que estamos aquí  –Dijo el jefe en un tono que intentaba sonar sereno.- Nadie va a venir a ayudarnos. Moriríamos todos tarde o temprano… Sin embargo… Si tú quieres…
-    ¡Si yo quiero qué! –Interpeló el herido.-
-    Si tú tuvieras el gesto de… Ya sabes… El héroe que se queda al final cubriendo a sus compañeros…Como en la novela esa del Hemingwhay… La de “Por quién doblan las campanas”
-    ¡Las campanas van a doblar por tu puta madre si quieres! ¡Agorero! – Protestó el herido que casi se había olvidado de su pierna y gesticulaba con sus brazos muy abiertos.- Yo no quiero quedarme aquí solo. No quiero morir.
-    Venga hombre. –Trató de interceder otro de los soldados.- Serás un héroe, como los de las películas.
El herido lo imitó con un amargo gesto de burla.
-    Como los de las películas, como los de las películas... Entérate chaval,  esto no es una jodida película, esto es la vida real y en esta vida real yo estoy casado y tengo dos hijos a uno de los cuales aún no he conocido por estar aquí de servicio. –Se tranquilizó un instante, bajó la cabeza y con una voz llena de amargura y nostalgia añadió.- Coger a mi hijo recién nacido en brazos, esa es la única película de la que quiero ser el héroe.
Los cuatro hombres de pie guardaron silencio, cabizbajos, pensativos, quizás avergonzados, tal vez ansiosos. El herido volvió a hablar sereno pero firme, con un tono más cercano al mandato que a la súplica.
-    Pues si no defendemos todos juntos la posición entonces llevadme con vosotros.
-    Si tenemos que cargar contigo no lo lograremos, nos cazarán como a conejos. –Replicó uno de los soldados.-
-    Lo mismo que si vais solos
-    No. Y tú lo sabes. –Intervino el jefe.- Solos podremos ir más deprisa y si además tú los aguantas lo suficiente… Nosotros cuatro podríamos salvarnos.
-    ¡Y una mierda! ¡¿Por qué no te quedas tú a aguantar al enemigo mientras los demás escapamos? Aún estando herido yo también tendría una posibilidad.–Protestó el herido echándose las manos de nuevo a la pierna con un gesto de dolor.- Joder que fácil jugáis con la vida de los demás.  En esto estamos todos juntos ¿no? Pues aquí, por mis hijos, que nos salvamos todos juntos o morimos todos juntos.
-    Ya está bien de tanta tontería. No sé qué hacemos discutiendo con un cadáver. Porque es un cadáver aunque no lo acepte. –Habló un soldado con claros signos de estar perdiendo la paciencia en parte por la conversación y en parte porque el ruido de los perseguidores sonaba cada vez más cerca.-Nosotros nos vamos y aquí te quedas. Si quieres puedes morir luchando o dejar que te maten como a un perro. Eso tu verás.
El soldado que había hablado se colocó la mochila y recogió el equipo que había dejado en el suelo incluido lo que en un principio iba a dejar al herido. Los demás le imitaron sin decir nada.
-    Os habéis olvidado de que existe otra opción. –El herido, antes de que se lo quiataran, cogió el M4 que tenía a su lado, lo amartilló con dos chasquidos metálicos ¡clan-clan! y dirigió el cañón hacia sus compañeros diciendo.- Os puedo matar yo mismo, aquí y ahora.
Los hombres se quedaron mirándolo como si el tiempo se hubiera congelado. Uno con la mochila a medias de poner, otro aún agachado cogiendo las cosas del suelo, el tercero iba a dar el primer paso cuando se detuvo.
-    ¡Estás loco! ¡No te atreverías! –Exclamaron casi al unísono.- Además qué ganarías con eso.
-    ¿Qué que ganaría? No morir solo. Que todos compartamos el mismo final sea el que sea. Morir pensando que para mí ha sido malo pero para los demás también. Que no había nada más que hacer. Morir, en definitiva, consolado con la idea de que todos hemos corrido la misma suerte. –Un mueca despectiva parecida a una sonrisa apareció en su rostro.-  Triste consuelo, lo sé, pero consuelo al fin y al cabo.
Todos le miraron con un gesto furioso cargado de desprecio.
-    ¡Maldito hijo de puta egoísta! ¡Eres una bestia inhumana!
-    Al contrario, al contrario. –Contestó el herido sentado con la culata del fusil apoyada en su cadera y el cañón apuntando al que había hablado.- Soy una persona muy normal. Un humano de lo más corriente y como tal me comporto.
-    ¡Bah! Está loco y desvaría por culpa de la herida. Vámonos de aquí. No se atreverá a disparar.
Y dándose media vuelta comenzó a caminar ladera arriba. Los demás duraron por un momento pero los ladridos de los perros y gritos de hombres, que se sentían ya demasiado cerca, terminaron por convencerlos y también dieron media vuelta para iniciar la huída.
¡Ra-ta-ta-ta-ta! Una larga descarga sonó en el oscuro silencio de la noche como si fueran cañonazos y los cuatro hombres cayeron sin estar seguros siquiera de donde habían venido los disparos. Uno de ellos aún tenía un pequeño hálito de vida y fuerzas suficientes para levantar la cabeza y dirigir la mirada al herido, su compañero, que les acababa de disparar. Allí estaba, sentado en el suelo con la espalda apoyada en la roca y el fusil aun humeante apuntando hacia ellos. Más atrás, siniestras sombras se movían a su alrededor y rodeaban la roca acercándose. Ya estaban ahí. El soldado moribundo vio entonces al herido levantar el fusil apoyar el cañón caliente en su barbilla lo que le arrancó un grito de dolor y apretar el gatillo. Clic. Clic…. Clic… No pasaba nada. Había vaciado el cargador y olvidado la regla básica de aquella misión, dejar la última bala para uno mismo.
-Mira por donde el muy cabrón no va a tener una muerte fácil
Aquello fue lo último que llegó a pensar el soldado que yacía en el suelo. Después, con el muy humano consuelo de la desgracia ajena, con el racional alivio de que lo del otro será peor, con un rictus en su boca algo parecido a una sonrisa, el soldado expiró.



jueves, 5 de diciembre de 2013

Cuando los Dioses se Aburren

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Que un dios bostece no es bueno. Que lo haga varias veces seguidas es un pésimo presagio y si además quien emite esos profundos, graves y prolongados bostezos es Zeus, dios de dioses, entonces la catástrofe es segura  sólo falta saber qué, dónde y cuándo.
-    ¡¡Me aburro!!
Bramó el padre de dioses con su poderosa voz haciendo temblar los cimientos del mismo Olimpo. Sus acólitos y la pequeña corte que le acompañaban, héroes, musas, ninfas, otros dioses, etc., conociéndolo como lo conocían, comenzaron a abandonar sigilosamente el lugar escabulléndose en silencio entre las columnas de marfil, las gradas de mármol,  los tronos de oro y la vaporosa atmósfera cargada de nubes de aquel lugar. Todos temían lo que pudiera pasar y nadie quería quedarse para averiguarlo. Ni Ares, dios de la guerra, que se alejó caminando de espaldas, sin perderlo de vista y con la mano apoyada en su mágico arco, ni Hermes, el de los alados pies, que levantó silencioso vuelo. Tampoco Hera, su hermana y esposa, quiso saber nada convirtiéndose en humo que se cuela entre las rendijas o su hija Afrodita, que simplemente se desvaneció en el aire, deseaban estar presentes cuando su adorado pero también temido Zeus empezara a hacer de las suyas.
Tan solo Hades, dios del inframundo y hermano del Crónida, decidió quedarse sentado sobre su trono esperando a ver que pasaba. También Hades le teme, ¿quién no teme al hacedor de truenos? Pero su desgana, su curiosidad y, sobre todo, su interés le empujaron a quedarse. Sabe que las salidas de tono de su hermano siempre conllevan funestas consecuencias. Guerras, cataclismos, enfermedades, muerte… es decir, el caudal del río Aqueronte a rebosar y eso para Hades es pura música.
Ya sólo quedan ellos dos y desde su asiento Hades guardó silencio y observó a Zeus como, vestido con su túnica blanca de vaporosa tela que parecía que apenas rozaba el suelo, ligeramente encorvado y con las manos en la espalda, paseaba arriba y abajo sobre el níveo mármol de aquella estancia mientras que, entre barbas, no dejaba de mascullar.
-    Malditos humanos. Me aburren. Ya no son lo que eran. Algo no funciona. Algo no va bien. –Se detiene y baja su mirada para clavarla en un pequeño estanque mágico que hay a sus pies y en cuyas argentinas aguas puede observar todo lo que en ese momento está ocurriendo en la tierra.- ¡Ahí los tienes! Se cansan, se acomodan, dejan de luchar, de sufrir y por consecuente dejan de creer en nosotros. La molicie les invade, ya no importa las tierras que pueda acaparar tal rey o tal cacique, que aquella doncella sea secuestrada o las calamidades que puedan caer sobre su cabeza, se acostumbran, se adaptan y viven con lo que haga falta sin necesidad de nada más. –Con furia levanta su brazo aprieta el puño y un rayo descarga  sobre las, hasta entonces, prístinas y tranquilas aguas que ahora se levantan y agitan con furor. Al tiempo, en la tierra, los humanos sufrieron un devastador terremoto.-
Hades se divertía, a duras penas podía ocultarlo. El ver al todopoderoso Zeus, señor del cielo llevado por la furia era un espectáculo digno de contemplarse, no había duda, pero creyó el momento de intervenir así que levantándose y dirigiéndose hacia donde el estaba le habló de esta manera.
-    Calma querido hermano, calma. Si sigues así los humanos no podrán divertirte pero tampoco aburrirte porque acabarás con todos ellos.
Zeus giró su cabeza extrañado y miró a Hades como si acabara de darse cuenta de que estaba allí.
-    Puede que tengas razón. – Bufó Zeus indignado aunque su rostro pareció serenarse y sus puños aún apretados se relajaron. –
-    Si mi poderoso hermano quisiera compartir sus tribulaciones conmigo, tal vez juntos pudiéramos hallar una solución a lo que te quebranta. –Dijo Hades en conciliador tono de voz al tiempo que se paraba junto a su hermano frente al estanque.- 
-    ¡Pero míralos¡ ¿Es qué acaso no los ves? ¡Míralos! ¡Míralos!  –Habló el padre de dioses con su rostro aún rojo de ira y dirigiendo las palmas de sus manos abiertas hacia el estanque.- Ahí los tienes.  Viviendo tranquilamente ajenos a su vecino, a lo que les rodea y, lo peor de todo, de espaldas a nosotros. Yo no quiero esto. Quiero guerreros batiéndose continuamente, quiero odio entre pueblos, quiero que las afrentas no se olviden a pesar del tiempo o la distancia que pueda haber. Quiero fanáticos dispuestos a sufrir y a morir en mi nombre sin dudarlo, sin importar la excusa. Quiero que su propio odio, su avaricia y ferocidad les lleve irremediablemente a implorarme, a suplicarme.
Hades esbozó una amplia sonrisa y en tono de confidencia de dirigió a Zeus
-    Tal vez, querido hermano, tenga yo una idea que pueda servirte.
Zeus le miró entre extrañado y curioso y con solemne gesto de cabeza le conminó para que siguiera hablando.
-    Es un plan laborioso y necesita de varias fases. Pero apuesto por su eficacia mi señor.
-    Prosigue.
-    Bien. Lo primero, fuera tantos dioses diferentes y tanto culto extraño. Un único dios y una sola creencia.
-    ¡Cómo dices! –Exclamó Zeus con asombro sincero.-
-     Hazme caso. Con tanto diosecillo que adorar y tantas supercherías diferentes las creencias aflojan y las lealtades pierden fuerza. Un dios único omnipotente y todopoderoso. –Hades hizo una pausa y con una sonrisa traviesa en su rostro terminó diciendo.- Y no necesito decir quién sería ese dios.
Zeus guardó silencio al tiempo que, atusándose su lengua barba blanca, trataba de sopesar en su cabeza las posibles consecuencias. Por fin preguntó
-    ¿Pero qué dirán los demás a esto? Qué dirán Apolo o Afrodita o Hermes o… ¡Poseidón! ¿¡Qué dirá nuestro hermano Poseidón de todo esto!?
-    Oh gran Zeus. Si esa fuera tu poderosa voluntad tendrían que aceptarlo. ¿No crees? Al fin y al cabo tú eres el dios de dioses. El que manda aquí ¿no? El jefazo. –Remató Hades acompañado con un ligero codazo cómplice a Zeus.-  Además… Ya se nos ocurrirá algo… Qué sé yo…  Los podemos hacer ángeles o espíritus o santos o ....
-    Vale, vale. –Interrumpió el hacedor de rayos.- Supongamos que hacemos lo que dices. No veo yo cómo esto podría garantizarnos la plena dedicación y fe ciega por parte de los humanos que queremos.  
-    Bueno… Ahora vendría la siguiente parte del plan.
-    ¿Y es?
-    Ofrecer a los humanos un caramelito.
-    ¿Un caramelito?
-    Sí. Una recompensa si se portan bien y hacen lo que les digas. Un premio que no pudieran rechazar.
-    Y, por el monte Olimpo, qué clase de “caramelito” sería ese. –Preguntó Zeus cada vez más intrigado con el plan de Hades.- Ya hemos visto que la ambición del ser humano es voluble y caprichosa. Para lo que a unos es mucho a otros le puede parecer poco. Además, no podemos dar infinitas riquezas a cada humano. Sería inútil e imposible.
-    Yo no me refería a riquezas y tesoros, gran Zeus. –Contestó Hades ampliando su sonrisa traviesa hasta convertirla en maléfica.-
-    ¿Y a qué te refieres entonces. –Se extrañó Zeus.-
-    Piensa un poco. ¿Qué es lo que los humanos más aprecian. Lo que cuidan con más ahínco? ¿Qué es lo que les hace llegar hasta límites insospechados por no perderla, por salvaguardarla?
-    Mmmm. –Múrmuro el dios sin acabar de comprender.-
-    Enfoquémoslo de otro modo. Poderoso hermano. –Insistía Hades.- ¿Qué es lo que los humanos más temen, más les horroriza porque saben que nadie escapa a ella, ni ricos ni pobre, que es inevitable.
En la mirada de Zeus se apreciaba que seguía sin entender lo que Hades decía.
-    Ay querido hermano. –Dijo Hades echando un brazo por encima del hombro de Zeus.- Serás el dios del trueno y del relámpago pero a veces que pocas luces tienes.
Zeus bramó de rabia, se irguió quitándose de un golpe el brazo de Hades al tiempo que de sus manos abiertas empezaban a salir temibles chispas y sus ojos se encendían rojos de furia.
-    ¡Vale, vale querido hermano! –Suplicó Hades tapándose el rostro con los brazos y comprendiendo que se había equivocado con ese exceso de confianza.- Te pido humildemente perdón por mi arrogancia. Ha sido un error que no volverá a suceder.
Zeus lo miraba desafiante desde la posición privilegiada de su elevada estatura y guardaba silencio. Hades, poco a poco, fue abriendo los brazos y descubriendo su rostro hasta terminar con las palmas de las manos abiertas hacia Zeus en señal de rendición.
-    Me refería, oh gran Zeus, a su vida. –Dijo Hades sin bajar los brazos.- Los humanos lo que más aprecian es su vida y  lo que más temen es a la muerte.
-    ¿Y qué pretendes? –Habló Zeus con un claro tono de enojo.- ¿Qué hagamos a todo el mundo inmortal? Eso es imposible. La tierra no lo soportaría.
-    No, mi señor. Me refiero a decirles que hay otra vida después de esta. Ofrecerles una vida mejor, inmortal y cargada de placeres y cosas buenas. ¡Un paraíso eterno!
-    ¡Pero eso es mentira!
-    Lo sé señor. Pero no creo que cuando lo descubran estén en posición de quejarse ni  de contar la verdad a nadie. ¿No cree?
Zeus calló manteniendo por un instante su posición amenazadora frente a Hades hasta que, poco a poco, según iba digiriendo lo que el dios del inframundo le había dicho, en su rostro torvo y feroz fue apareciendo lentamente una sonrisa de complacencia.
-    Bueno… -Dijo suavemente al fin retomando de nuevo su aspecto de venerable y casi débil anciano.- Quizás con algunos que se lo merecieran de verdad podríamos hacer algo. Ya veríamos.
-    Efectivamente, mi señor. –Hades bajó las brazos relajándose también.- Los pequeños detalles los iremos puliendo con el tiempo.
-    La idea me va gustando, no digo que no. –Retomó la conversación Zeus con las aguas vueltas de nuevo a su cauce.- Creo que ese “caramelito”, como tú lo llamas, es lo suficientemente atrayente como para ganar sus voluntades, pero nada más. Se dedicarían a pasar la vida tranquilamente siendo buenos, adorándome y esperando pacientemente el día de su muerte.
-    Efectivamente, señor, su perspicacia no encuentra límites, pero ahora viene la tercera parte de mi pla… quiero decir, de nuestro plan. Es la parte maestra, el toque genial. –Hades hizo una pausa dramática para dar más tensión al momento y disfrutó por un instante viendo a Zeus ansioso y expectante.- El tercer paso sería, al poco tiempo, crear otro dios verdadero, con prácticamente las mismas creencias, ritos, derechos y obligaciones. Pero añadiríamos pequeñas diferencias entre uno y otro, sobre todo en los rituales y costumbres pero suficientes para que unos y otros se odien mutuamente hasta la muerte.
-    ¿Dos dioses iguales? –Preguntó Zeus sin acabar de comprender.- ¿Pero entonces cuál sería el verdadero?
-    Los dos… O ninguno… ¿Qué más da? –Se encogió de hombros Hades.- Eso es igual. En realidad son el mismo perro con diferente collar.
Zeus reflexionó por un instante para acabar diciendo.
-    No lo acabo yo de ver. No tengo muy claro que llegara a funcionar. No lo veo… No lo veo… -Repetía tercamente el gran dios mientras negaba con su cabeza.-
-    Tan solo imagina una cosa, poderoso hermano. –Insistió Hades seguro de su idea.- Imagina por un momento que les decimos a los fieles creyentes de cada uno de esos dioses que todo aquel que, por su dios, defienda sus creencias aunque sea a costa de matar al otro o de morir él mismo, ganará inmediatamente,  sin preámbulos  el derecho a ese edén eterno. Si decimos eso a los humanos, oh dios de dioses, ¿tú qué crees que conseguiríamos?
Zeus se atusó la barba mientras miraba a Hades con una maliciosa sonrisa en su divino rostro y casi en un murmullo terminó diciendo.
-    Fanáticos.
-    ¡Fanáticos! –Apostilló Hades en alta voz por si acaso no hubiera quedado suficientemente claro.-
-     ¡Ja, ja, ja! –Resonaron las profundas carcajadas de Zeus haciendo retumbar el Olimpo como antes lo habían hecho sus quejas.- Siempre fuiste el más listo de todos mi querido Hades. Tengo que reconocerlo. Yo soy más guapo y poderoso pero no hay duda de que tú eres el más listo. De todos modos. – Zeus volvió a reír sonoramente y echó amigablemente su poderoso brazo por encima de los hombros Hades.-  Y precisamente por eso, porque eres demasiado listo, tengo algo que preguntarte: ¿Y tú? ¿Qué ganas con todo esto?
Hades, de reojo, miró desconfiado el brazo de su hermano ya que juraría que su presión sobre sus hombros fue en aumento según Zeus le hacía la pregunta, por eso antes de contestar tragó saliva.
-    Está claro, mi señor. Los dos dioses tendrán cosas diferentes y diferentes ritos pero ambos tendrán algo en común…
-    ¿Y qué es esa cosa si puede saberse?
A Hades le brillaron los ojos de avaricia antes de responder.
-    Los dos tendrán un infierno. –Dijo.- Y ese mundo es mi mundo.
 Zeus lo miró divertido y de nuevo magníficas carcajadas brotaron de su garganta al tiempo que daba una sonora palmada en la espalda de Hades que, aunque amigable, el golpe casi le hace perder el equilibrio.
-    Vamos querido Hades. –Dijo Zeus al tiempo que comenzaba a caminar dejando a Hades un poco atrás mientras recuperaba el aliento.- Brindemos con ambrosía por nuestro nuevo plan. Un plan que cambiará el mundo. No hay duda.
-    Hablando del mundo. –Comenzó a hablar hades al tiempo que aceleraba su paso para poder situarse junto a Zeus.- Precisamente quería comentarte que creo que es hora de ampliarlo, expandirnos. Salir de Grecia. Los humanos deben empezar a saber cuan grande es el mundo donde viven. Poner en contacto a los pueblos, que se conozcan, que interactúen. A más personas más creyentes y más opciones.
-    Bien… Bien… -Contestó Zeus.- Así el amor hacia nosotros y el odio entre ellos se retroalimentará. Lo veo bien…
-    Precisamente da la casualidad de que le tengo echado el ojo a un pueblo emergente con ínfulas conquistadoras que nos pueden venir bien. –Repuso Hades mientras ambos seguían avanzando.- Creo que se hacen llamar romanos y me parece que con algo de ayuda nos pueden servir…
-    Perfecto, perfecto… Será nuestro primer paso. -Contestó Zeus visiblemente satisfecho y al tiempo que de nuevo echaba su brazo por los hombros de Hades añadió.- ¿Sabes qué creo mi buen Hades?
-    ¿Qué mi señor?
-    Creo que esto de los dos dioses va a estar divertido, pero que muy divertido.
-    También lo creo yo, también lo creo.
Y entre conversaciones y risas ambos abandonaron para ir a echar un vistazo a esa península con forma de bota que descansa sobre el mar.

jueves, 24 de octubre de 2013

El Agujero


Aquí mismo parece un buen lugar. En la cima de una pequeño cerro no excesivamente alto y con suaves laderas de pendiente no muy pronunciada. La vista es buena, el azul luminoso del cielo y el verde brillante de la tierra se discuten el horizonte y justo a mi lado un gran abeto centenario me regala una sombra generosa. Me quito la chaqueta y la camisa que doblo y coloco cuidadosamente al pie del gran árbol. En camiseta y con la azada al hombro avanzo unos pasos buscando la ubicación exacta. Me detengo. Miro el suelo de mí alrededor y giro sobre mí mismo con los brazos en cruz tratando de calcular mentalmente las dimensiones que ha de tener. Finalmente me decido, dejó de dar vueltas y doy un par de cortos pasos laterales para situarme en lo que en mi cabeza veo como el centro. ¡Perfecto! ¡Aquí¡
Escupo en mis manos, las froto, agarro la azada con fuerza, la elevo sobre mi cabeza y la dejo caer. ¡Chas! Cruje la tierra bajo el primer golpe que la hiere. ¡Chas! El segundo golpe. La tierra es húmeda, esponjosa, oscura y cada dentellada de la azada arranca gruesos trozos. ¡Chas! Son golpes secos, recios, sólidos que hunden la azada hasta la madera. Al instante empiezo a coger ritmo. ¡chas! ¡chas! ¡chas!. El ritmo es pausado pero constante, firme, obstinado, con la perfecta cadencia de un metrónomo que marca el compás… ¡chas! ¡chas! ¡chas!. Pronto empiezo a sudar, gruesos goterones caen por mi cara y siento correr el sudor por la espalda. El trabajo duro calienta mis músculos los tonifica y vigoriza y esa sensación me gusta. ¡chas! ¡chas! ¡chas!. Prosigo cavando sin descanso y profundizo rápidamente. Antes de darme cuenta el borde del agujero me llega por la cintura y cuando hago el primer descanso y me incorporo me sorprendo al ver que ya tengo la línea de tierra a la altura de los ojos. El rápido avance me incentiva aún más y apenas paro para dar un trago de agua. En seguida reanudo la tarea. ¡chas! ¡chas! ¡chas! sin perder el ritmo, manteniéndolo tercamente ¡chas! ¡chas! ¡chas!… cava que te cava.
No sé el tiempo que pasó hasta que de nuevo decidí hacer una pausa, pero al levantar la mirada no podía creérmelo. La distancia hasta el borde se había más que doblado. Otra persona igual de alto que yo que se subiera a mis hombros y estirara los brazos no llegaría al borde y el cielo ahora no era más que un rectángulo azul y brillante encima de mi cabeza. Me senté recostando la espalda contra la pared, cerré los ojos y escuché. Silencio. La tierra porosa absorbía los ruidos y yo, mansamente, me dejé rodear por aquella silenciosa atmósfera tibia, ligeramente húmeda y extrañamente agradable. Aún así no me parecía lo suficientemente profundo, no podía detenerme ahora, había que continuar. Me levanté de un brinco, escupí en mis palmas que a pesar de tenerlas en carne viva inexplicablemente no me dolían y proseguí cavando y cavando… ¡chas! ¡chas! ¡chas! Y profundizando.
En un momento dado sentí que algo tapaba la cada vez más exigua luz que me llegaba y que una sombra comenzó a moverse a mi alrededor. Lo ignoré y proseguí incansable con la tarea hasta que de pronto oir gritar a alguien arriba.
-    ¿Hola?.
-    Hola. – Contesté. No era necesario ser maleducado o al menos no del todo. Aunque eso sí, no dejé de cavar y ni levanté la cabeza siquiera, -
-    Hola. –Insistió el hombre.- ¿Puedo preguntarle que hace?
-    Cavo. -¡chas! ¡chas! ¡chas!-
-    Eso ya lo veo. ¿Pero qué cava?
-    Pues un agujero. -¡chas! ¡chas! ¡chas!-
En ese momento, otra nueva sombra se unió a la anterior y escuché como hablaban. “¿Qué hace? “ Dijo la nueva voz. “Dice que un agujero” contestó la conocida. “Pero y por qué” interrogó el recién llegado. El silencio que siguió supongo que fue debido a la ignorancia de su interlocutor así que el  segundo desconocido decidió informarse de primera mano.
-    ¡Oiga! –Gritó.- ¿Por qué está haciendo este agujero tan enorme?
-    Porque puedo y quiero. -¡chas! ¡chas! ¡chas!-
-    ¿Pero que busca? –Insistó el hombre.-
-    Nada. No busco nada.
Dejé de cavar un momento y me incorporé. La pregunta de aquel hombre me hizo pensar. Mi mirada vagó más allá de la pared que tenía en frente y comencé a hablar más para  mí mismo que para el desconocido.
-    Hace tiempo sí que busqué. Ya lo creo que busqué. Busqué amistad, sinceridad, comprensión, amor, entendimiento, generosidad, bondad. Busqué reconocimiento, dignidad, lealtad, justicia. Busqué y busqué. Busqué hasta hartarme. Pero me cansé de no encontrar. Ahora ya no busco nada. Simplemente cavo. –Y doblando la espalda seguí a lo mío. ¡chas! ¡chas! ¡chas!.-
Cada vez más y más personas  se iban acercando a los límites de mi agujero y sus sombras me hacía cada vez más difícil el ver y el seguir cavando. Aún así yo no cejaba en mi empeño. Al contrario, ver todas aquellas personas me hacían cavar aún más deprisa en el intento de poner la mayor distancia posible entre ellas y yo. ¡chas!¡chas!¡chas!  aceleré mi ritmo.
-    Ay pobre. Qué será lo que está pasando por su cabeza. –La voz era la de una mujer y por su tono maternal, algo mayor.- Pero hijo. ¿Qué te pasa? ¿Para qué haces esto?
-    Para defenderme señora. -¡chas! ¡chas! ¡chas!-
-    ¿Defenderte hijo? ¿Defenderte de quién? –La mujer
-    Defenderme de la crueldad, de la envidia, la avaricia, la traición, la injusticia, la humillación. -¡chas! ¡chas! ¡chas!- En definitiva, señora, de todo lo que hay por ahí arriba.
-    ¡Ay hijo! Pero si aquí arriba sólo hay gente que quiere ayudarte.
-    Eso es precisamente lo que me preocupa, señora.- ¡chas! ¡chas! ¡chas! -  
-    Ay por qué dices eso. –Insistía la señora en un tono lastimero y tierno.- Eres joven, sano, tienes mucha vida por delante. Seguro que habrá cosas buenas, cosas por la que poder ilusionarse.
-    Lo que me ha enseñado la vida de la que usted habla -¡chas! ¡chas! ¡chas!- es que las cosas buenas son un espejismo y que  las ilusiones duelen.
-    Pobre chico –Decía en voz alta mesándose los cabellos al tiempo que por lo bajini, creyendo que no la escuchaba, susurraba: “Este chico está loco. Para atar”.
Supongo que la especial acústica del agujero me permitía escucharles mejor de lo ellos creían y murmullos y palabras de asentimiento de todos los que estaban alrededor llegaron hasta mis oídos,. “Como una cabra” decía uno. “Déjalo que se pudra”, decía otro. “Qué raros son algunos” apuntillaban más allá. De pronto otra mujer, en esta ocasión más joven que la anterior, elevó el tono de su voz para dirigirse a mí.
-    Venga muchacho. Deja que te ayudemos. –Dijo al tiempo que clavaba el tacón de su zapato en el borde del agujero haciendo soltar un terruño que cayó al interior.- Si lo hacemos por tú bien.
 El resto de personas que allí se habían congregado y que resultaron ser no pocas, empezaron a imitar a la mujer.
-    ¡Sí¡ ¡Sí! Si sólo queremos ayudarte –Decían todos a un tiempo mientras que comenzaron a pisotear los bordes de mi agujero protector. – Lo hacemos por tu bien, sólo queremos ayudarte.
-    ¡Y yo sólo quiero estar solo¡ -¡chas! ¡chas! ¡chas! cavaba cada vez más deprisa y con ahínco.- ¡Yo no les molesto a ustedes, por favor, no me molesten ustedes a mí!
Pero daba lo mismo lo que yo dijera, ellos no dejaban de gritar que lo único que querían era ayudarme y pisoteaban y pisoteaban los bordes de mi agujero. Pisaban y pisaban, cada vez con más furia, cada vez con más saña. Y los trozos de tierra empezaron a caer sobre mí. Poco a poco al principio y trozos pequeños para no tardar en convertirse en un auténtico alud de tierra y piedras que comenzó a sepultarme.
- ¡No por favor! ¡No me ayuden! ¡Se lo pido por favor! ¡No me ayuden! – Gritaba yo desde el fondo agitando mis brazos en alto intentando evitar que aquella avalancha me sepultara. Pero era inútil. La tierra de mi propio agujero, del refugio que me había buscado y donde simplemente buscaba vivir tranquilo conmigo mismo me fue entoñando sin remedio. Primero las piernas hasta hacerme imposible el moverme, luego hasta el pecho inmovilizando mis brazos, luego llegó a la boca que se llenó de tierra ahogando mis gritos y finalmente la nariz y los ojos. Después de eso nada más que oscuridad, olvido y silencio.
 

sábado, 9 de febrero de 2013

Destino, suerte, azar... Dios

Las temblorosas llamas de las pequeñas velas iluminan mi cara con una trémula luz naranja y vacilante. Estoy frente a un viejo lampadario de ofrendas fabricado en un tosco y humilde hierro forjado que da sustento a cinco velas de alto por diez de ancho, cincuenta en total, de las cuales la mitad, más o menos, lucen con una titilante llama. Están encendidas sin orden ni concierto aunque el lado derecho muestra una mayor concentración de luces, y con la mirada recorro las que están apagadas hasta dar con una cuyo pábilo luce blanco e impoluto en espera de una fuente de calor que le dé sentido. Sin perder de vista mi objetivo meto la mano en el bolsillo, saco un euro y lo introduzco en una burda ranura, hecha con un simple golpe de cincel, sobre la tapa de una vulgar caja de hierro que cuelga del lampadario. La moneda, al caer en el fondo, resuena con un estrépito metálico, como si hubiera abierto un cajón lleno de cubiertos, que rompe el sepulcral silencio de la vieja iglesia en la que me encuentro. Vuelvo lentamente la cabeza para mirar a mí alrededor   esperando encontrar todas las miradas clavadas sobre mí pero me doy cuenta de que me encuentro completamente solo.
De nuevo me centro entonces en mi labor interrumpida y tras re-localizar la vela por estrenar agarro con dos dedos una de las pequeñas tiras de cartón que por allí se encuentran desperdigadas y con cuidado la acerco a una de las velas encendidas manteniéndolo ahí hasta que una pequeña llama empieza a coger forma en la punta del cartón. Lo arrimo entonces a la vela escogida y de nuevo mantengo la tira encendida pegada esta vez a la pequeña mecha de mi vela, porque ya es mía, donde aparece una llama temblorosa y vacilante primero para transformarse luego en una más firme que no tarda en igualarse en fuerza y luminosidad al resto de sus compañeras.
Apago el cartón de un corto pero enérgico soplido y aún humeante lo deposito sobre el lampadario. Retrocedo entonces unos pasos hasta dar con un largo banco de madera justo enfrente de las velas y en él me siento a contemplar “mi obra”.
¿Qué? ¿Cómo dicen? ¡Oh no! No vengo a rezar y no, tampoco soy creyente, es más, creo que soy lo más alejado a un creyente que se pueda encontrar. Fíjense ustedes si seré poco creyente que ni siquiera soy ateo. Y es que para ser ateo también se necesita creer, creer en que no existe dios ni ser superior alguno y yo, qué quieren que les diga, es que ni me planteo semejantes cuestiones. Vivo, respiro, estoy aquí del mismo modo que lo están un cervatillo del bosque, un delfín en el agua o una mosca sobre una mierda. Mi mayor preocupación, creo que mí única preocupación como la de todos los demás bichos es la de sobrevivir. Sobrevivir de la forma más cómoda y digna que sea posible, pero sobrevivir al fin al cabo. Aun en el caso que existiera ese dios sobrevivir seguiría siendo mi mayor preocupación y si no lo hubiera, nada cambia, mi empeño principal seguirá siendo eso, vivir el mundo que me ha tocado. Siempre, eso sí, con unas normas de respeto e integridad mínimas que podrían resumirse con el viejo dicho de; trata a los demás como quieras que a ti te traten. Sencillo, creo yo, aunque no todo el mundo piensa lo mismo.
¿Qué? ¿Cómo? ¿Qué dicen? ¡Ah ya! Que entonces qué narices hago aquí y por qué enciendo una velita. Pues verán ustedes, porque estos viejos templos son mi rincón secreto, mi lugar de descanso, mi escondite preferido. Cuando quiero desconectar, meditar, pensar, tomar decisiones o simplemente descansar un poco en medio de una estresante jornada laboral busco alguno de estos pequeños refugios. Basta atravesar el umbral de su puerta para que todo el ruido de la ciudad, las obras, el tráfico, las prisas desaparezcan para dejar paso a la quietud, al silencio, un silencio casi denso a fuerza de siglos acumulándose humo de velas, de incienso y de oraciones. Busco entonces un lampadario con sus velas encendidas, me siento en frente y con la vista en él clavada, como cuando pierdes tu mirada en un fuego que arde en la chimenea, me sumerjo en mis pensamientos (o en la carencia de ellos, que también es bueno) dejándome envolver por esa atmósfera especial, serena, misteriosa, casi mística, que ingrávida parece flotar en estos lugares. No se lo tomen a broma, ha sido durante estos momentos de retiro, de reflexión, de meditación si ustedes lo prefieren, cuando he tomado alguna de mis mejores decisiones o se me han ocurrido mis más brillantes ideas las cuales han repercutido positivamente en mis negocios transformándose en pingües beneficios y por tanto me han permitido alcanzar la posición largamente holgada, tanto social como económica, que disfruto.
Lo de la vela que enciendo y el euro que echo en el cepillo es, digamos, una muestra de agradecmiento, una especie de respetuoso pago, una humilde manera de compensar el “servicio” que recibo. Y simplemente porque pienso que de bien nacido es ser agradecido y les aseguro que nada tiene que ver con creencias, religiones ni dioses.
De pronto escucho que a mis espaldas se abre la puerta que deja pasar por un instante el ruido y confusión del exterior para volver a quedar de nuevo todo en silencio. Siento entonces como unos pasos se acercan por el pasillo que hay entre los bancos. Sin volverme deduzco que es una mujer, el clic-clac de sus tacones la delata, y noto además que avanza con cierta premura. Pasa justo a mi lado sin mirarme y yo aprovecho para echar un vistazo de reojo. Efectivamente es una mujer que viste un abrigo corriente que le cubre hasta las pantorrillas, negro y con unas solapas de borreguillo también negro. Es el abrigo tipo de las viudas estándar. Intento verle la cara pero me resulta imposible, lleva la cabeza gacha y además cubierta por un pañuelo de raso, por supuesto, de color negro.
La mujer se dirige directamente al lampadario donde aún arde mi velita y no sé si me ignora o simplemente no se ha percatado de mi presencia pero el caso es que al quedar de espaldas a mí, me dedico, con absoluto descaro, a contemplar todos sus movimientos desde mi asiento. Veo que coge un cartón y comienza a repetir uno por uno todos los pasos que yo hice hace apenas un momento para encender la vela. Bueno, todos los pasos menos uno. Cuando su vela por fin arde entre las demás retrocede un paso sin volverse, se santigua poniendo su alma en ello y se arrodilla frente al lampadario con sus dedos entrelazados a la altura del pecho pero sin echar un solo céntimo en la caja que, con su mal formada ranura abierta, parece esperar una recompensa que no llega.
-    Oiga señora. –Dije en voz baja echando el cuerpo un poco hacia delante y apoyando los codos en mis rodillas.- Creo que se ha olvidado usted de algo.
La señora no me escucha o finge no escucharme y sigue inmersa en su rezo en el que, con la cabeza muy gacha, se golpea con repetitiva cadencia sus manos entrelazadas contra su pecho.
No sé porque lo hice, la verdad. Supongo que estaba de buen humor y mi lado guasón  tiró de mí tal vez pensando que esa mujer era una de esas marujonas cotillas que de haber visto ella lo mismo que yo, estaría pidiendo el despellejamiento público en la plaza del pueblo. El caso es que ante su muda respuesta insistí, además esta vez, añadiendo a mi voz un cierto tono de sorna.
-    Oiga señora, que si no echa usted la monedita creo que las oraciones no funcionan.
La mujer al fin giró la cabeza y clavó su mirada en mí.  Era joven, mucho más joven de lo que pensaba, veintimuchos o treintapocos tal vez, es difícil  calcular la edad de la gente que sufre, el dolor carga con años el rostro de las personas y esa mujer sentía dolor, verdadero dolor, no había más que mirarla. Sus ojos, enrojecidos de llorar, querían desbordarse en lágrimas y colgaban de ellos sendas ojeras negras que mostraban muchas noches sin dormir. Su boca se torcía en un gesto de pena y flanqueando las comisuras de sus labios dos profundas arrugas que nacían en las aletas de la nariz. Son de ese tipo de arrugas que no son los años las que las labran sino el sufrimiento profundo. No me dijo nada, no hacía falta, y simplemente se quedó mirándome durante un rato que me pareció más largo de lo que realmente fue.
-    Eerr… Bueno… Verá…- Balbucí malamente. Lo confieso, me sentía como un auténtico gilipollas y tan sólo quería que me tragara la tierra.- Yo… Yo lo siento… Creo que me he pasado…
-    No se preocupe. –Dijo en un susurro de voz mientras giraba su cabeza y levantaba su mirada.- He venido buscando la comprensión de Él, no la de usted.
Ese Él al que se refería era un cristo crucificado algo más pequeño que el tamaño natural pero de un gran realismo y situado justo encima del lampadario donde ardían las velas que se le ofrendaban. Seguramente tendría que haberme ido en ese momento, hacer mutis por el foro silenciosamente y dejar a la mujer a solas con sus plegarias y con su evidente dolor, pero por algún motivo me quedé allí sentado observándola con cierta curiosidad entre morbosa y científica. La mujer había levantado sus manos cogidas a la altura de su cara y con sus ojos inundados en lágrimas clavados en aquel cristo  y su mandíbula apretada murmuraba algo entre dientes con un fervor y convencimiento absoluto. De pronto la mujer se vino abajo, casi literalmente,  las rodillas se le vencieron dejándose caer sobre los talones, dobló su cuerpo hacía delante y ocultando su cara entre las manos quedó echa un ovillo sobre el frío suelo de piedra mientras que absolutamente desconsolada no dejaba de decir:
-    ¡Mi hijo! ¡Mi hijo se muere y no puedo hacer nada por evitarlo! ¡Por favor dios ayúdame! ¡Ayúdame! ¡Ayuda a mi hijo! ¡Por favor! ¡Se muere!
Entonces rompió en un llanto profundo, lastimero, inconsolable, un llanto que salía desde lo más profundo de su pecho y que brotaba, como una presa que se desborda, totalmente incontenible. Un llanto que rompió en mil dolorosos pedazos la quietud de aquel lugar.
Me quedé de piedra. La sangre se heló en mis venas y un casi doloroso nudo que no me dejaba ni tragar saliva se formó en mi garganta. Me quedé mirándola sin saber muy bien que hacer. Primero alargué mi brazo en un amago de querer decirle algo, de consolarla, pero no me salió nada. Luego miré a mi alrededor en busca de una alguna ayuda, de algún consejo pero allí no había nadie. No estábamos más que esa madre desconsolada, el mudo cristo crucificado y yo, un inútil que no sabía qué hacer. Poco a poco el irrefrenable llanto y las plegarias de la mujer se fueron convirtiendo en un agotado y débil sollozo y también, poco a poco, mi sangre comenzó de nuevo a correr por mis venas lo que me permitió reaccionar. Me levanté, fui hacia ella y colocando mis manos sobre sus hombros le dije con la voz más suave que me fue posible:
-    Venga mujer. Levante de ahí. No puede estar en el suelo.
Levantó su cabeza y me miró con la expresión de no saber muy bien qué pasaba ni donde estaba.
-    Venga vamos. Yo le ayudo
Le dije de nuevo mientras que con ternura tiré suavemente de sus hombros para ayudar a levantarla. Ella, como si acabara despertar de un sueño, mejor de un pesadilla, se dejó ayudar mansamente y los dos fuimos a sentarnos al banco en el que había estado yo sentado. Una vez allí, entre hipos sollozos y sonadas en el pañuelo me contó su historia. Hacía poco que había perdido a su marido, de ahí el luto, en un accidente de tráfico. En el coche con él también iba su hijo que por suerte salió prácticamente ileso, algunos rasguños y una clavícula rota pero lo peor fue que en el hospital, en uno de los múltiples chequeos que le hicieron le descubrieron algo raro. Resulta que su hijo tenía una enfermedad, una de esas enfermedades raras que sólo afectan a uno de cada no sé cuantos millones de personas y que dios quiso (palabras textuales) que su hijo fuera ese uno. El caso es que los médicos no le dan más de un año de vida. El crío ahora tiene seis años y según su madre es un cielo de niño todo ternura.
También me contó que existía un tratamiento que había posibilidad de curarlo, pero era el tratamiento en cuestión era en otro país y con un coste que para una mujer, según yo mismo pude comprobar, que no tenía ni para echar un céntimo en la caja de ofrendas le resultaba absolutamente prohibitivo. Además, como en perro flaco todo son pulgas, con la muerte de su marido no sólo se había quedado sin la única familia que tenía, sino que además lo único que había heredado era la hipoteca de la casa, el crédito del coche y alguna que otra deuda más por ahí.
Yo no pude aguantarme y se lo tuve que preguntar.
-    Y después de lo que me has contado, de todo lo que te está pasando por voluntad divina según tus propias palabras… - Hice un movimiento algo despectivo con la cabeza  apuntando al cristo que nos vigilaba desde su privilegiada situación. – A pesar de eso… ¿Todavía sigues creyendo en Él?
Ella me miró con sus ojos acuosos, se encogió de hombros y con suave y resignada voz me contestó.
-    ¿Y qué me queda si no? Si todo lo humano y terrenal me ha fallado sólo puedo recurrir a Él y seguro que no me fallará. Mi hijo es un ser inocente, seguro que me ayudará. Tiene que hacerlo.
-    Sí. Pero… –Comencé a decir bajando la mirada sin atreverme a mirarla.-  ¿Y si no lo hace? ¿Si no te ayuda y tu hijo muere? ¿Entonces que pasará?
Ella me miró horrorizada  a la vez que hacía  movimientos de negación con su cabeza  y sin decir nada se puso de pie, se dirigió de nuevo frente al lampadario  y arrodillándose en el mismo lugar que había estado antes volvió a entrelazar sus manos, agachó su cabeza y reanudó con más fuerza e ímpetu si cabe sus oraciones interrumpidas.
Yo me quedé mirándola sin acabar de  comprender muy bien como se podía tener ese fervor, ese convencimiento y esa profunda creencia en algo tan inmaterial, pero podría decir que en el fondo sentía algo de envidia. Envidiaba ese tenaz convencimiento en un poder sobrenatural e infinito al que poder recurrir cuando todo te falla. Tal vez no sea lógico, racional y ni siquiera efectivo, pero en el peor de los casos, por lo que veo, proporciona consuelo y eso ya es algo.
Al final, tras darle vueltas en mi cabeza durante unos instantes, me decidí a hacerlo. Volví a levantarme dirigiéndome a ella. Volví a apoyar mis manos en sus hombros y le dije:
-    Vamos mujer. Venga conmigo y explíqueme en qué consiste ese tratamiento para su hijo y cuánto cuesta. Vamos a ver qué es lo que podemos hacer.

Epílogo:
No voy a decir que me arrepintiera de pagar el tratamiento (que por cierto, efectivamente no fue nada barato) porque finalmente el chico se salvó, goza actualmente de una salud de hierro y eso, reconozco, lo compensa todo. Pero aun así he de decir que no han sido pocas las veces que he lamentado el haberlo hecho. ¿Y por qué? Se estarán preguntando ustedes. Pues sencillamente porque ahora, cada vez que veo a su madre, no para de decirme que sus plegarias fueron escuchadas, que nuestro encuentro fue un milagro y que yo soy un ángel. Y no vayan a pensar que lo dice metafóricamente. ¡Qué va! Ella cree que lo soy de verdad y tanto es así que cada vez que nos vemos, me abraza y cada vez que me abraza, siento como, con disimulo, palpa con sus manos mi espalda por la zona de los omóplatos y los hombros en busca, estoy seguro, de mis alas que de alguna forma llevo disimuladas. ¡Yo! ¡Un una ángel! ¡Nada menos! ¡Han oído ustedes antes semejante majadería! Precisamente, y permítanme la ironía, me llevan los demonios cada vez que le oigo decir eso. Yo, por mi parte, trato pacientemente de explicarle que dios no tuvo nada que ver. Que sólo fue la casualidad de nuestro encuentro y la ciencia lo que salvó a su hijo. Que no fue otra cosa que la suerte, el azar, el caprichoso destino el que cruzó nuestros caminos.
  • El destino no, hombre. –Me dice ella abriendo mucho los ojos, sonriendo y dándome una cariñosa palmada en mi hombro.- Fue Dios. –Añade casi susurrándome al oído.-
Yo ya no sé que decirle y lo peor es que me ha hecho plantearme cosas. Quién sabe si todo este lío de las religiones y los dioses no es más que un problema de semántica, de juegos de palabras de eufemismos. Ocurre todos los días en todos los ámbitos, hay quien dice desaceleración económica en vez de crisis o daños colaterales en vez de muertes civiles. En este caso ocurre lo mismo. Unos lo llaman cúmulo de casualidades, suerte o azar, otros lo llaman milagros o voluntad divina. Algunos hablan de leyes de la física, de ciencia o simplemente del destino, otros aseguran que se trata de dios.
Incluso, por qué no, puede que en vez de personas, cada uno de nosotros seamos dioses, dioses de nuestro propio mundo. Ya han visto ustedes que casi sin proponérmelo, he sido capaz de hacer un milagro.