domingo, 31 de julio de 2011

MUG

A Mug siempre le ha fascinado el gran río sin orilla, la tierra húmeda y azul brillante que se extiende hasta más allá de donde su vista pueda alcanzar. Y seguramente esta fascinación sea la razón por la que el resto de la tribu, su gente, se refieren a él como Mug el loco, Mug el chiflado que se atreve a vivir cerca del monstruo azul. La verdad que le trae sin cuidado lo que puedan pensar los demás, es más, el piensa que los locos son todos los demás. ¿Por qué temen al gran azul? ¿Por qué dicen que es un monstruo? No puede entenderlo.  Es inmenso, impresionante, bello, siempre moteado de blancas crestas de espuma y con sus distintas tonalidades cambiantes desde el anaranjado del amanecer, el azul brillante del mediodía, el rojo fuego del atardecer y el plateado luminoso de las noches de luna llena. Bien es cierto que en ocasiones se levanta sobre si mismo brama como una manada de mamuts y se torna violento, peligroso,  pero no más que lo pueda ser el viento cuando sopla enfurecido o el cielo cuando descarga rayos, truenos y agua con toda su ira. Al Gran Azul no es para tenerle miedo. Respeto, siempre, pero no miedo.
Mug recuerda perfectamente el primer día que lo vio. Llegaron hasta allí después de un largo viaje, un éxodo de varios años huyendo de una tierra que para sus padres, los padres de sus padres y varias generaciones más allá había sido acogedora, fértil y templada pero que de repente se volvió áspera, árida y fría por lo que se vieron obligados a abandonarla. Viajaron hacia al sur, durante semanas, meses, años, siempre hacia el sur. Mug fue de los que nació durante esta larga marcha  y durante parte de su infancia su única tierra fue el polvo del camino y su hogar los paisajes cambiantes. Así fue hasta que se toparon con él, con el Gran Azul.
Aquello no sólo era nuevo para Mug, ninguno de la tribu, ni los más ancianos ni el sabio chamán habían visto nunca algo así, algo tan grande, tan espléndido tan luminoso. Los hombres, con sus lanzas, arcos y hachas en guardia, se adelantaron con precaución mientras que las mujeres y los niños se mantuvieron, bajo la protección que les brindaba un bosque de pinos, a una distancia que les pareció prudencial. Bueno, todos los niños menos Mug que zafándose del férreo abrazo con el que le sujetaba su madre fue corriendo a mezclarse entre las piernas de los adultos que habían llegado ya prácticamente a la orilla.
Todos quedaron en silencio, absortos, contemplando como el agua, encrestada en blanquecida espuma, se acercaba rauda, amenazante, hasta casi rozarles los pies, para luego alejarse suave y mansamente como lamiendo la arena. Adelante, atrás, adelante atrás, acompañando a su vaivén un rumor calmo que aumentaba y disminuía con el ir y venir del agua.
-    No hay duda. –Dijo alguien rompiendo el silencio en el que estuvieron sumidos un buen rato.- ¡Respira! ¡Está vivo!
Como si con esas palabras se hubiera roto el hechizo en el que estaban sumidos, todos comenzaron a expresar su opinión. Unos afirmaban lo que se había dicho con amplios gestos de cabeza, otros lo negaban con vehemencia   y otros, los más sensatos en opinión de Mug, proponían otras posibilidades.
-    ¡Tonterías! No es más que un río. Un gran río con una sola orilla pero sólo un río.
-    Esto no es un río. –Repuso otro que en cuclillas y apoyado en su lanza recogía unas gotas de agua en su mano y se las llevaba a la lengua.- Este agua no es de un río – Escupió con gesto de asco.- Sabe mal, sabe salada, sabe a… ¡Tierra!
Los hombres callaron de nuevo mirándose unos a otros sorprendidos.
-    Entonces es una nueva tierra. Un nuevo territorio desconocido para nosotros. –Esta vez fue el chamán quien habló casi en voz baja, medio para sí mismo medio para los demás.- Un tierra blanda y húmeda… Interesante.
-    ¡Eh! –Gritó alguien de pronto para llamar nuestra atención.- ¡Miradme!
Todos dirigieron su mirada hacia donde vino la voz y una exclamación de sorpresa salió de la boca de todos ellos. Mug tuvo que abrirse paso a empeñones entre las fuertes piernas de los hombres para poder ponerse delante de ellos y ver lo que pasaba. Lo que vio le quedó tan sorprendido como a los demás. A varios pasos de distancia, con el agua hasta la cintura, se encontraba Ralov, un cazador grande como un oso y duro como una piedra que los miraba con una amplia sonrisa en la boca mientras chapoteaba en el agua con los brazos y daba pasos hacia atrás que lo alejaban aún más de los demás.
-    ¡Mirad! ¡No pasa nada! ¡Es sólo agua!
Gritó entre potentes risotadas. El agua le llegaba ya por el pecho y lo hombres comenzaron a gritarle que volviera cuando, de repente, el agua detrás de él se levantó más de la cuenta y lo perdieron de vista.
Todos empezaron a gritar, a agitarse, a adentrarse unos pasos nerviosos dentro del agua y golpearla rápidamente con hachas y lanzas para volver enseguida a la orilla. De pronto, la cabeza de Ralov volvió a emerger en medio del agua. Estaba más lejos, agitaba sus brazos y parecía querer decir algo aunque el agua que entraba en su boca se lo impedía. Los demás, en la orilla, gritaban su nombre, saltaban furiosos, chillaban y se tiraban del pelo desesperados hasta que la cabeza de Ralov volvió a desaparecer detrás de otra ola. Todos guardaron entonces silencio, expectantes, con la mirada puesta fija en el punto donde Ralov había desaparecido y aguantando la respiración esperaban volver a ver aparecer su cabeza, pero no volvió a aparecer. No apareció hasta pasado unos días que el Gran Azul lo devolvió muerto, mordisqueado e hinchado.
Aquello zanjó la discusión sobre qué era aquello y todos estuvieron de acuerdo; el Gran Azul era un monstruo, el Gran Monstruo Azul. Desde aquel día, el Monstruo Azul y la franja de arena blanca hasta donde comenzaba el bosque fue declarado Tierra Maldita, Tierra prohibida y ninguno de la tribu debe de volver a poner el pié jamás en ella. 
A pesar del gran miedo que les daba el Monstruo Azul, la tribu de Mug decidió instalarse, al menos provisionalmente, en una zona cercana ya que el lugar era demasiado idóneo  como para no intentarlo. El clima era suave, la caza abundante,  la tierra fértil y el Monstruo Azul parecía no molestar si te mantenías a suficiente distancia, así que  aquel campamento provisional, poco a apoco con el tiempo, fue tomando cada vez forma más de hogar y la gente de Mug empezó a echar allí raíces profundas. Eso sí, sin pisar nadie nunca desde entonces Tierra Maldita. Bueno… Nadie menos Mug. A Mug la fascinación que le producía el Gran Azul era demasiado grande como para reprimirla. Poco le importó lo que había pasado con Ralov, pensaba que había sido un impudente  y el Gran Azul se había enfadado. Pero a el no le iba a pasar eso, porque lo respetaba y quería conocerlo.
 Desde que se asentaron allí prácticamente no pasó un día en que Mug no pisara al menos una vez Tierra Prohibida cuando no pasaba los días enteros recorriendo arriba y abajo la arena blanda, investigando, curioseando, observando. Se dio cuenta de que había días que el Gran azul estaba irritado, encrespado y que esos días era mejor no acercarse mucho, sin embargo otros estaba tranquilo, apacible, amistoso incluso y entonces Mug se atrevía hasta meterse, bañarse y jugar con él.
Según se iba haciendo mayor su independencia aumentaba y las visitas al Gran azul era cada más frecuentes y largas pasando días enteros con sus respectivas noches y Mug siempre descubría algo nuevo.   Descubrió, por ejemplo, que el Gran Azul rebosaba de vida pues lo habitaban infinidad de extraños animales que Mug fue conociendo y hasta probándolos descubriendo que, si bien algunas estaban horribles, otras resultaron ser tremendamente deliciosas y fáciles de coger. También se percató de que en cierto modo el Gran Azul efectivamente estaba vivo ya que crecía y encogía. Mug no se lo explicaba, pero había momentos que se crecía y se hinchaba hasta llegar casi al linde del bosque y otros momentos sin embargo que encogía y retrocedía hasta tener que ir a buscarlo muchos pasos más lejos. A Mug le parecía mágico.
Más de una vez trató Mug de contar todos sus maravillosos descubrimientos a su gente pero en el mejor de los casos recibía una dura reprimenda por ir a la Tierra prohibida cuando no le llamaban loco, le tildaban de raro y se reían de él humillándolo.
En cierto punto Mug sabía que ellos tenían razón. Desde siempre yo había sido el chico primero y el hombre después que nunca se había relacionado mucho con el resto de la tribu. Siempre andaba desaparecido, aunque todos sabían donde estaba, nunca había ido a una cacería y raramente participaba en los ritos y celebraciones del poblado por lo que es comprensible el no encajar. A pesar de todo, Mug no veía razón en eso para que no lo escucharan y se dieran cuenta que el Gran Azul no sólo no era malo, sino que podía ser beneficioso para todos.
Sin embargo, si les trataba de convencer de que estaba lleno de vida, que había animales e incluso plantas en su interior ellos le replicaban que era imposible, que se fijara si no en la tierra que toca el Monstruo Azul. Allá donde su larga lengua llegaba la tierra se hacia baldía, estéril y sin vida, le decían. Y si Mug explicaba que incluso algunos de esas cosas se podían comer, se reían de él y le tachaban de majadero.
-    ¿Cómo se puede comer algo que está metido en agua venenosa? Por qué sabrás que quien bebe de su agua se muere ¿Verdad? –Gritaban burlándose de Mug.- Pues entonces cómo pretendes que comamos algo que sale de eso.
A Mug le costaba entender por qué lo trataban así. ¿Por qué tanta cerrazón y ofuscamiento? ¿Por qué no le comprendían? O quizás era que no querían comprenderlo. Él trataba de explicar, de razonar, de ser lógico, justo, pero todo era inútil. No querían probar, no querían ver, no querían siquiera dudar. La única respuesta que conseguía era la de que estaba chiflado, Mug El loco, le decían una y otra vez hasta que ese calificativo, usado hasta entonces como insulto hiriente, acabó por convertirse en su seña de identidad, en su apellido inseparable del nombre por ley.
A base de desprecios y humillaciones Mug El Loco no tardó mucho en darse cuenta de que era un extraño entre los suyos. Se dio cuenta de que, aunque reconocía a todos, en realidad no conocía nadie. Es difícil encajar en ningún sitio cuando no te ofrecen más que una única opción, la de ellos, negando todo lo que Mug decía por la única razón de ser diferente, extraño.
Así que Mug lo intentó hasta que su bondad y su paciencia dijo basta. Fue entonces cuando Mug, convertido ya en un hombre de dura constitución física reflejo de su constitución interior, decidió dejarlo todo y marcharse. A fin de cuentas, su familia había muerto y nada lo ataba ya a aquellas gentes convertidas en desconocidos. Así que Mug recogió sus exiguas pertenencias y entre miradas y risas furtivas, pero orgulloso y con su cabeza bien alta Mug El Loco abandonó el poblado para adentrarse en Tierra Prohibida. Allí, cerca del Gran Azul, orientada al calor del sur y con la entrada protegida del oleaje por unas rocas, había una pequeña gruta que Mug El Loco hizo su hogar. Nunca más volvería a pisar el poblado viviendo en permanente contacto con El Gran Azul, tratando de conocerlo, de comprenderlo de averiguar por qué era tan voluble, tan misterioso, tan magnífico. Observó sus olas, sus idas y venidas sus criaturas, sus caprichos teniendo siempre un nuevo por qué en su cabeza y una nueva pregunta a la que no siempre (más bien casi nunca) encontraba una respuesta.
Una tarde Mug El Loco se encontraba sentado en una roca. Contemplaba a un rojo sol que teñía el cielo de vivo fuego y que se hundía lentamente en el Gran Azul. Fue entonces cuando se dio cuenta de algo.  Sus escasos cabellos eran largas canas, su vista había empeorado y su antes erguida espalda y recios hombros lucen ahora caídos y encorvados bajo el peso de su propia cabeza. Mug se ha hecho viejo junto al Gran Azul y presiente que, como el sol de atardecer que contempla, su vida también llega al ocaso. Cierra entonces los ojos y aspira con fuerza sintiendo como la brisa fresca y salada llena su interior.
-    He pasado una buena vida junto a ti, Gran Azul. Te estoy agradecido –Piensa Mug con los ojos aún cerrados.-  Ya solamente me queda una cosa por hacer.
Mug entonces abre los ojos, se incorpora y con paso sereno pero firme se dirige lentamente hacia su gruta dejando marcado sobre la arena sus pasos que una ola traviesa va borrando tras de si.
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Varios son los que juran que lo vieron, que era Mug. Cuando lo vieron  no era más que un punto oscuro en medio del Gran Azul que cada vez se alejaba más y se hacía más pequeño, pero estaban seguros de que era él. Iba montado sobre una suerte de troncos atados entre sí por cuerdas y  Mug El Loco sentado en el centro empujaba con otro tronco que introducía en el agua. Así, poco a poco, Mug El Loco se fue alejando, adentrándose cada vez más en el Gran Azul, tal vez con la esperanza de encontrar su otra orilla o tal vez en busca de nuevas maravillas, pero con la tranquilidad que da el saber que morirás en los brazos de tu gran amor.
Nunca nadie más volvió a ver a Mug El Loco.

Pasaron algunos años y el recuerdo de Mug se fue borrando de la boca y de la memoria de los hombres. La vida, siempre de espaldas al Gran Azul, continuó plácidamente en el poblado sin que nada pareciera perturbar a sus cada vez más numerosos habitantes. Hasta que llegó el día en que algo extraño sucedió. La tierra tembló con fuerza.
 El clima cambió de repente, el dios sol desapareció detrás de un manto de extrañas nubes grises de las que casi nunca caía agua  y cuando lo hacía era negra y tenía sabor a cenizas. La temperatura bajó, las cosechas ese año empezaron a malograrse y la caza abandonó la zona teniendo los hombres que hacer cada vez salidas más lejanas para volver, y con suerte, con un par de liebres famélicas.
 La situación comenzaba a ser preocupante, la gente pasaba hambre y ni las plegarias ni los sacrificios que a diario se llevaban a cabo parecían surgir efecto alguno contra el terrible castigo que sufrían, contra aquella terrible maldición de los dioses.
El chamán se encontraba desesperado, confuso, perdido. Toda su magia, su sabiduría y sus hechizos no servían para nada y por ser considerado responsable último de los caprichos de los dioses de la naturaleza, la gente empezó a mirarle de reojo y a murmurar a su paso. Se buscaba un culpable de la maldición que los asolaba y todos los dedos lo señalaban a él.
El chamán abatido comenzó a caminar internándose en el bosque en busca quizás de alguna inspiración, de algún recuerdo en su memoria que le diera una solución, de alguna señal que a lo mejor los dioses se dignaban a enviarle.
Buscaba una respuesta para saber qué hacer. Emprender de nuevo la partida como hicieron los padres de sus padres en busca de otra tierra mejor o tratar de aguantar este invierno que se aproxima esperando y rezando para que todo volviera a ser como antes.
El éxodo no le convencía. Demasiado duro, demasiado arriesgado y tal vez demasiados años que muchos no aguantarían. Todavía se cuentan viejas historias transmitidas de boca en boca a través de las generaciones, de lo que tuvieron que pasar nuestros antepasados en su viaje y amilanan a cualquiera. ¿Y aguantar otro invierno? ¿Pero cómo? Si ahora mismo se están alimentando de raíces y cortezas de árbol.
El chamán continuó caminando durante un largo rato, deambulando perdido en sus pensamientos cuando de pronto se dio cuenta de que había llegado al límite del bosque y que si daba un paso más se internaría en Tierra Prohibida. Se detuvo y quedó contemplando el inmenso monstruo azul que se extendía ante sus ojos y que tanto miedo le daba a él y a los suyos. Hoy el gran monstruo no era azul y lucía un triste y apagado gris reflejo de las nubes que flotaban encima.
El chaman recorrió despacio con la vista toda Tierra Prohibida y algo llamó su atención deteniendo sus ojos sobre aquello. A la derecha de donde se encontraba, al final de la franja de arena blanca y cerca del monstruo azul se levantaban un alto cúmulo de rocas donde parecía verse la entrada de una gruta.
El chamán pareció recordar de repente. Aquello debía ser el refugio de Mug El Loco, el chiflado que vivía junto al monstruo azul. Su padre le contó la historia en alguna ocasión e incluso el padre de su padre llegó a conocerle en persona.
Quedó un rato allí, con la vista clavada en aquella abertura de la roca cuando sin pensarlo, casi sin darse cuenta dio un paso entrando en tierra prohibida y comenzó a caminar decidido directamente a la gruta. No sabía que esperaba encontrar, no sabía como había vencido el terrible miedo que le provocaba Tierra Prohibida y ni siquiera sabía por qué lo estaba haciendo, pero algo, un instinto, un presentimiento, una señal divina le empujaba irresistiblemente hacia allí.
Llegó a la entrada y dudó un momento antes de entrar, oía agitarse cerca al monstruo azul y el interior se veía muy oscuro. Qué bobada, pensó, ya he llegado hasta aquí y no me voy a dar media vuelta. Tomando impulso con los dos brazos a ambos lados de la entrada se impulsó hacia dentro dando un pequeño grito y en dos paso se internó. La gruta se ensanchó al instante y el chaman se vio en un espacio que aunque no era muy amplio su forma rectangular y escuadrada le daba  cierta sensación de amplitud. Entraba una suave luz por un agujero entre las dos rocas que formaban el techo y la sensación en general era de ser un sitio acogedor. En la esquina derecha más alejada de la entrada se notaba la huella de que allí hubo un lecho. A los pies de este un lugar donde hacer un fuego y en la pared de enfrente, en el suelo, un montón de extraños objetos, perfectamente colocados y que parecían no haber sido tocados desde que su dueño se marchara.
El chamán se agachó sobre ellos y empezó a inspeccionarlos. Lo primero que llamó su atención fue un especie de pequeña lanza apoyada en la pared. La cogió y la examinó. Era larga,  muy delgada y puntiaguda, pero en vez de la punta afilada tenía hecha unas muescas como un filo de sierra. El chamán pensó que aquella lanza era la peor que había visto en su vida. Tan larga y delgada y con esa punta no se podía cazar ni una rata. Dejó la lanza de nuevo sobre la pared y otro objeto llamó su atención. Parecía una especie de tela que estaba doblada en suelo, pero cuando la cogió y extendió se dio cuenta de que aquella era una tela muy rara. Estaba llena de agujeros. Era una pieza cuadrada, bastante grande pero la había trenzado con  finas cuerdas dejando huecos a modo de una cuadrícula. ¿Para que servirá este trapo? Se preguntaba el chamán levantando sus dos brazos para verla extendida ante sus ojos. Para abrigarse no sirve, demasiados agujeros. Para transportar tampoco sirve o por lo menos no podrías llevar trigo o harina ni nada más pequeño que una avellana. Se caería.
En estas reflexiones se encontraba el chamán, sujetando todavía la tela ante su cara cuando entre los agujeros le pareció ver algo en la pared. Bajó la tela y  entonces se dio cuenta. Dibujos, la pared estaba llena de dibujos, de signos, de símbolos, algunos pintados con tinta y otros grabados en la misma piedra.
El chamán empezó a recorrer con la vista toda la pared sin comprender que significaba aquello cuando de pronto dejó su mirada puesta en punto. Acercó un poco más su cara a la pared y entonces lo vio claro. Allí, trazado sobre la roca, se distingue perfectamente la figura esquemática de un hombre que levanta una especie de lanza con la que apunta a una extraña criatura  que está a sus pies. Una línea ondulada pintada sobre el animal y los pies del hombre parece querer decir que se encuentran dentro del agua.
 El chamán coge de nuevo la lanza y la observa atentamente, luego vuelve a mirar al dibujo, otra vez a la lanza, otra vez al dibujo y empieza a comprender.
-    ¡Usaba esta lanza para cazar las criaturas del azul! –Gritó el chamán en la soledad de la gruta.-
Dejó la lanza en el suelo y fijó de nuevo su atención en la pared que empezó a inspeccionar con la cara casi pegada a ella. Hasta que encontró lo que buscaba. Este era otro dibujo de un hombre, pero en esta ocasión  el hombre sujetaba esa extraña tela enrejada que parecía dejar caer, esta vez, sobre varias criaturas diferentes.
-    Esta tela también sirve para cazar criaturas del azul. –Murmuró tan solo poniendo su mano sobre la tela como en señal de que lo ha entendido.- Pero con esto se pueden coger varias a la vez.
Entonces toda la pared empezó a coger significado para el chamán. Donde antes no veía más que extraños signos y garabatos ahora ve una historia, una historia contada alta y clara por aquel viejo chiflado que realizó sobre la pared un minucioso registro de todo lo que había aprendido del Gran Azul.
Así el chamán descubrió que unos símbolos redondos con diferentes sombreados era la luna en sus distintas etapas y al lado de cada una de estas lunas una línea ondulada o dos o tres, una sobre otra, indicando si el gran Azul crece mucho, poco o decrece. Gracias a esto, tal vez se podría predecir cuando el Gran Azul va a crecer o decrecer, piensa el chamán. También, dibujado sobre la pared, estaban las formas de todas las criaturas que habitan el Azul, algunas de ellas con una raya que la atraviesa indicando que no son buenas para comer. Las que están libres de esa raya indican que se pueden comer sin problema. Además, añade al lado de cada criatura el símbolo de la pequeña lanza, la tela agujereada o una mano si este animal se caza con uno u otro objeto. Y algunas, incluso, tienen también pintado a su lado una línea ondulada, dos o tres, dependiendo si se cazan mejor con el Gran Azul alto o bajo.
Toda una vida de observación, de curiosidad, de pruebas, de fallos y de aciertos de un  loco plasmado en una pared. El chamán miraba aquella estampa asombrado, en silencio. Y  primero entre dientes y luego cada vez más alto empezó a decir:
-    Pues si todo esto mantuvo con vida a un chiflado… ¿Por qué no al resto del poblado?


Desde entonces el poblado de Mug ya no vive de espaldas al Gran Azul, desde entonces han aprendido a convivir con él, desde entonces, a los niños, se les enseña a respetarlo. Y también, desde entonces, el recuerdo de Mug volvió a llenar las bocas y la memoria de los hombres. Pero ya no era Mug El Loco, ahora le llamaban Mug El Sabio.


jueves, 7 de julio de 2011

Otras Vidas

No sé cómo he llegado a este lugar ni que es lo que hago aquí. Estoy sentado en una incómoda silla de metal y con el cuerpo recostado sobre una mesa cuadrada del mismo frío material. Levanto lentamente la cabeza y observo el lugar en el que me encuentro con la misma sensación que cualquier turista del montón que contempla unas antiguas ruinas, sabe que lo que está mirando es peculiar, pero no tiene ni puta idea de lo que es.
Me reincorporo del todo apoyando mi espalda sobre el rígido respaldo recto de la silla y con la vista recorro el lugar. La habitación es cuadrada, no muy grande, unos seis o siete pasos de lado y las paredes parecen estar hechas del mismo y gris metal inerte que el del triste mobiliario. La silla y la mesa (y por lo tanto yo) nos encontramos justo debajo de una melancólica bombilla que cuelga solitaria en el centro del techo y que parece irradiar una luz tan gris como todo lo que me rodea.
Yo diría que lo  único destacable del lugar es una puerta cerrada y negra que se encuentra en la pared de mi izquierda y un gran espejo que ocupa toda la mitad superior de la pared que tengo enfrente, donde me veo reflejado, y que recuerda sospechosamente a esos que salen en las pelis de policías, ya saben, de esos que se colocan en las salas de interrogatorios para poder ver, sin ser vistos, al reo culposo que se tiene preso. El único problema es que yo no soy ningún reo ni he cometido culpa alguna, al menos que yo sepa. Así que, por si acaso alguien me está observando, decido hacerme el valiente simpático y sacando a relucir mi mejor sonrisa levanto la mano y la empiezo a mover de un lado a otro en señal de saludo.
-    ¿Hola? ¿Hay alguien ahí?
Me estoy viendo en el espejo sonriendo y saludándome a mí mismo como un idiota cuando de improviso la puerta de mi izquierda se abre de golpe haciéndome dar un bote sobre el asiento y guardándome la mano con la que saludaba como si estuviera haciendo algo malo.
En la habitación, como una exhalación, entran dos personas. Son un hombre y una mujer ambos vestidos al más puro estilo fashion funcionario de rango. Es decir, él llevando gafas oscuras, traje azul marino imitación Pierre Cardin con corbata y pulcra camisa blanca y ella, blusa blanca hasta el cuello y falda de tubo, hasta justo encima de las rodillas, y ligeramente ajustada. 
Se sitúan enfrente de mí, de pié, mirándome con los brazos cruzados sobre el pecho y sin decir nada haciéndose un rancio silencio que parecía no romper nadie hasta que me decidí a hablar. O a intentarlo
-    Hola… Buenas tardes… Bueno… O días, no sé… Verán… Es que…  ¿Podrían decirme ustedes dónde…
-    ¡No te hagas el listo con nosotros! – Vociferó el hombre cortando en seco mi patético balbuceo y echándose hacia delante mientras me señala con un dedo acusador continúa gritándome. – Sabemos perfectamente quien eres.
-    ¡¿Ah sí?! ¿Y quién soy?
Tengo que reconocer que el tío era condenadamente rápido pues ni vi llegar el bofetón a mano abierta que me estalló en la cara y que me hizo caer de la silla. Por lo visto el hombre se había tomado a mal mi pregunta pensando que le vacilaba cuando puedo jurarles, que en ese momento, buscaba y rebuscaba en mi cerebro, que continuaba rebotando dentro del cráneo por culpa del bofetón, sin ser capaz de encontrar mi nombre o quien era yo. Empezaba a asustarme de verdad.
Me incorporo como puedo con el pitido del sopapo aún zumbando en mi oído y no había terminado de sentarme del todo en la silla cuando volvieron las preguntas. Esta vez fue la mujer, con una voz chillona que se clavaba en mi cabeza como una aguja de coser.
-    ¡Sabemos quien eres pero no tus intenciones! ¡Dinos! ¿Cuáles son tus intenciones?
-    ¿Intenciones…? No les entiendo… -Respondí de nuevo con mis balbuceos, pero esta vez echando la cabeza ligeramente atrás y con las manos un poco levantadas por si volaba de nuevo alguna galleta.- Si se explicaran un poco más… Yo les prometo que…
-    ¡Estoy harto y mi paciencia se ha acabado! –Tomó de nuevo la palabra el hombre.-  ¡Tienes diez segundos para decirnos cuáles son tus intenciones!  Diez….
No sabría explicarles la sensación que sentí cuando vi como el hombre  metía su mano en la chaqueta, casi a la altura del pecho, y sacaba su pistola apuntándome directamente mientras desgranaba su tétrico conteo. Podría decirles que un gélido terror me recorrió entero de pies a cabeza. Podría decirles que mi rostro palideció como el de un cadáver, que mis manos temblaban y que las palabras no atinaban a salir de mi garganta. Podría decirles todo eso y aún así seguiría quedándome muy lejos de expresar con exactitud  la angustiosa sensación que me invadió en ese momento.
-    Pe… Pero… ¿Se ha vuelto usted loco? –Atiné a decir aunque él pareció no escucharme.-
-    Nueve… Ocho…
-    Si fueran algo más concretos… Si se explicaran algo mejor…
-    Siete… Seis…
-    ¡Por el amor de dios! Si no tengo ni idea de qué me están hablando…
-    Cinco… Cuatro…
. Yo ya no sabía que hacer. Me encuentro demasiado indefenso sentado así que me levanto de la silla despacio, con las dos manos levantadas hacia él en gesto apaciguador. Para nada sirve, el negro cañón del arma sigue mis movimientos y apunta directo a mi pecho.
-    Tres…
Lo veo en su expresión, en su postura, si no le cuento lo que quiere saber me va a disparar estoy convencido.
-    Dos…
-    ¡No pueden hacer esto! ¡No pueden matarme a sangre fría!
-    Uno…
La mujer da un paso hacia atrás, el hombre afianza un poco más su postura de disparo y a mi lo único que se me ocurre es gritar.
-    ¡Vete al infierno mal nacidooo!
Cuando escucho la detonación tensé los músculos de mi cuerpo y hago un movimiento instintivo levantando las manos para tratar de parar el disparo, pero el gesto es tan inocente como inútil y siento un impacto sobre el pecho que me derriba.
Caigo al suelo boca abajo y empiezo a notar el tacto húmedo y tibio de mi sangre que empapa la ropa, el suelo y mi cuerpo. No siento dolor aunque no puedo moverme pero siento lo que ocurre a mí alrededor. Oigo un par de cortos pasos que acercan donde estoy y veo los negros zapatos del hombre al lado de mi cara. Noto el cañón caliente cuando lo apoya sobre mi cabeza y escucho el ruido del arma al amartillarse. Voy a morir –Pienso.- De esta no me saca ni dios… Voy a morir….
Pero no siento miedo, al contrario, me encuentro extrañamente sereno y espero con tranquilidad que se acabe todo. Oigo el ruido como de un martillazo metálico y un golpe en mi cabeza, no muy fuerte ni doloroso, como cuando te dan con la punta de un dedo y después nada… Silencio…
¿Estoy muerto? –Me pregunto.- Tendría que estar muerto. Me han disparado. Lo he sentido. Sin embargo sigo pensando, sigo respirando. Y para estar seguro de esto último tomo una gran bocanada de aire que siento como llena mis pulmones. Entonces… ¿Esto quiere decir que estoy vivo?
En ese preciso momento me despierto, sudoroso, jadeante, cogiendo aire por la boca ruidosamente y con la mano en el pecho. Me palpo todo el cuerpo, me toco la cabeza y todo está en orden. Echo un vistazo a mí alrededor y todo me resulta familiar. Mi cama, mi mesilla, mi despertador, mi espejo en la pared de enfrente sin nadie que mira por detrás… Estoy en mi cuarto, en mi casa.
-    ¡Todo ha sido  un sueño! – Grito en voz alta solo en mi cuarto.- ¡No ha sido más que un puto sueño!
Suspiro aliviado y sonrío… Sin embargo… Aún siento en mi boca el regusto del miedo, en mi corazón la presión de la incertidumbre y en mi cabeza y pecho las molestias de los impactos que recibí. Y es que era todo tan real. Se parecía todo tanto a la… a la vida, que todavía tengo mis dudas sobre lo que realmente ha sucedido.
El chirriante sonido del despertador que comienza a sonar me saca de mis pensamientos con un  sobresalto. Es hora de ponerse en pié y creo que marchar al trabajo es lo mejor que puedo hacer. Pensar en otras cosas me vendrá bien. Además, los sueños se desvanecen de tu memoria rápidamente, nada más levantarse, como si su recuerdo quedara enredado entre los pliegues de las sábanas.
Pero en esta ocasión no ocurrió así. Llegué a la oficina y lejos de haberse ido difuminando el recuerdo del sueño, éste se había acrecentado y lo recordaba todo al detalle. Las conversaciones, las sensaciones, los sentimientos. Tan ensimismado iba en mis pensamientos, que ni siquiera presté atención a lo que comenzó decirme mi secretaria y, dejándola con la palabra en la boca, me metí directamente en mi despacho cerrando la puerta tras de mí.
Me senté en mi cómodo butacón reclinable y girando 180º me puse a mirar por el gran ventanal que ocupa casi toda la pared del despacho,  desde el que tengo una envidiable vista de la ciudad que se extiende a mis pies y que resulta mi sitio favorito para pensar.
Pero mi pensamiento esa mañana era monotemático. No podía quitármelo de la cabeza. Todo parecía tan auténtico, se sentía todo tan profundamente. Sin embargo, comencé a darme cuenta de una cosa. En vez de sentir miedo o aprensión que sería lo lógico después de un sueño tan traumático, sentía en su lugar… No sabría como decirlo… ¿Liberación? Algo así como si me hubiera quitado un peso de encima y me hubiera librado de miedos y temores que me atenazaban.
Unos nudillos llamando a la puerta de mi despacho me sacan  de golpe de mis pensamiento y girando de nuevo la butaca me sitúo otra vez en frente de la puerta.
-    Adelante.
La puerta se entreabre y por el hueco veo aparecer tímidamente la cabeza de mi secretaria.
-    Señor. Perdone que le moleste. No quiero interrumpirle pero…
Pobrecilla. Supongo que está un poco asustada después de mi extraña llegada de hoy en la que no le he contestado siquiera los amables buenos días con los que me recibe siempre.
-    Pase. Pase. –Le dije con mi mejor sonrisa.- Y buenos días que antes he sido un poco desagradable.
-    Oh. No se preocupe señor. –Me contesta ya con el cuerpo entero dentro del despacho.-  Pero ya me imaginaba yo que hoy pasaba aquí algo raro.
-    ¡Caramba! ¿Y por qué dice eso?
-    Por el modo en que ha llegado usted a la oficina y, sobre todo, por los extraños señores que están esperándole desde antes que usted llegara.
-    ¿Extraños? –Pregunté sorprendido.- ¿Por qué extraños?
-    No sabría decirle, pero me parecen algo…..algo siniestros, señor. - Se interrumpió un momento. Juraría que porque le recorrió un escalofrío.- Quise advertirle de su presencia cuando llegó, pero no me dio oportunidad.
-    Bueno…¿Y quiénes son? ¿Qué quieren?
-    No lo sé señor. – Me contestó bajando la cabeza avergonzada.- Se lo he preguntado varias veces pero insisten que es algo personal, urgente y muy importante.
-    Vale, Vale… Debo de reconocer que me pica la curiosidad. Veamos que quieren. Dígales que entren.
Me quedo solo, colocando y poniendo en orden algunos papeles que campean por encima de mi escritorio cuando de nuevo suenan los nudillos sobre la puerta y esta comienza a abrirse. Levanto la mirada y cuando por fin se abre del todo y puedo ver a mis dos visitantes me pongo en pié de un salto, como impulsado por un resorte. Si por la puerta hubiera entrado el mismo Belcebú agarrado del brazo de Teresa de Calcuta no me hubiera sorprendido ni la mitad.
-    ¡¡¿Vosotros?!!
Eran ellos. Ella y él. Con sus gafas negras él y su falda de tubo ella. Con su mismo amenazador y tenebroso aspecto que se acercaron hasta situarse enfrente de mí quedando entre ellos y yo la corta distancia de mi mesa.
-    ¿Qué hacéis aquí? Esto es imposible…  -Exclamé mientras me rasco la cabeza a dos manos.- Vosotros no sois más que parte de un sueño y no deberíais estar aquí. Es imposible.
-    Venimos para continuar con la charla que dejamos a medias. –Dijo el hombre dejando entrever sus dientes en una media sonrisa.- Te repetiré la pregunta por si ya no te acuerdas… ¿Cuáles son tus intenciones?
-    ¡Otra vez!¿Queréis aclararme de una vez que pretendéis? ¿Qué es lo que queréis de mí? –Grité más enfadado que asustado.- No tengo ni puta idea de a que os referís y aunque lo supiera no os lo diría porque no me gusta vuestras formas. Así que si quieres, ya puedes ir sacando la pistola y pegarme otra vez un tiro… No me dais ningún miedo.
La respuesta no se hace esperar. El hombre saca el arma de su chaqueta y contemplo como el cañón, un viejo conocido a estas alturas, apunta de nuevo hacia mi pecho. Yo me quedo quieto, mirando fijamente a sus inescrutables gafas oscuras, con los brazos extendidos a media altura para exponer mejor mi cuerpo y arrostrar la muerte dignamente si era eso lo que tenía que llegar. Hay un momento de silencio, de confusión creo yo, al ver mis atacantes el temple con el que afrontaba la situación. Y créanme si les digo que el primer sorprendido de todos era yo pero lo cierto es que en mi interior estoy tranquilo, sereno y no siento miedo. Lo único que me preocupa, que perturba en algo mi ánimo, es la posibilidad de que el asunto se alargue, que no sea rápido, que sienta dolor.  Pero no creo que este sea el caso ya que he conocido, en carne propia, las habilidades del sujeto y puedo decir que es un profesional.
De pronto, la mujer, alarga su mano para bajar el brazo que sujeta el arma mientras que con su cabeza hace un suave gesto de negación hacia su compañero. El hombre responde con un gesto afirmativo, guarda la pistola y luciendo en su boca otra media sonrisa canalla comienza a decir:
-    Creo que hoy es tu día de suerte. Después del último fiasco contigo tenemos órdenes de usar cualquier medio para conseguir la información, pero preservando a toda costa tu vida.
No puedo evitar dejar escapar un suspiro de alivio, relajar un poco mi cuerpo, rígido y tenso desde hacía un rato y hasta permitirme el lujo de sonreír tímidamente.
-    Yo que tú no cantaría victoria tan rápido. El que tengamos que preservar tu vida no quiere decir que tengamos que preservar también tu integridad física. –Dijo el hombre a la vez que señalaba a la mujer quien, sin decir nada,  comenzó a levantarse su falda para dejar al descubierto un espléndido muslo y con él, sujeto a un liguero, un acerado estilete de unos doce centímetros de hoja de doble filo, uno cortante como una cuchilla y otro con dientes de sierra. -   Aquí mi compañera, donde la ves tan callada, tiene paradójicamente la valiosa habilidad de hacer hablar hasta a los mudos y con la no menos valiosa especialidad de saber estar bordeando la muerte durante horas, días o semanas si es preciso.
Trago saliva y empiezo a sospechar que mi pequeña victoria ha sido tan efímera como mi sonrisa. Es como si hubieran leído mi mente y atacan a mi peor miedo, mi único miedo, el dolor. Creo que se impone una maniobra evasiva, no queda otra. ¿Pero cómo? Por delante los tengo en frente bloqueando mi camino hacia la puerta y pensar en romper el ventanal que tengo a la espalda y saltar está desechado, los diez pisos que me separan hasta llegar al suelo lo desaconsejan.
Estaba valorando la posibilidad de coger el pisapapeles de cuarzo rosa que tengo sobre la mesa, estampárselo en la cara al hombre y con la mujer ya vería lo que hacía, cuando de pronto sentimos que alguien llama a la puerta. Acto seguido la puerta se abre pudiendo ver a mi secretaria que, supongo, traería algún mensaje urgente.
Yo en cambio lo que veo son las puertas del cielo que se abren ante mí con su correspondiente ángel, en forma de secretaria, a la entrada. Tengo que aprovechar esta oportunidad. Mis atacantes al oír la puerta se giran para ver que ocurre, momento en que yo aprovecho para subir a la mesa de un salto y de otro salto pasar, pateando por el aire, entre la amenazante pareja.
A la mujer la alcanzo con una patada en la cara, no puedo decir que lo siento, que la hizo caer de espaldas, y el hombre, del que ya comenté que era endiabladamente rápido, pudo esquivar mis pies en el último momento y simplemente trastabilló unos pocos pasos hacia atrás pero suficientes para darme el margen de poder escapar.
Me dirijo hacia la puerta y paso como una centella por delante de mi asombrada secretaria a la que no pude por menos de decirle un rápido:
-    Gracias… Te debo una.
Viéndome fuera del despacho ya sólo me queda correr, correr como si me persiguiera la peste, como si mi vida dependiera de ello y puede que así fuera.
Atravieso corriendo las oficinas y los pasillos y corriendo bajo las escaleras. Corriendo paso por el vestíbulo y corriendo salgo a la calle donde sigo corriendo por las calles, corriendo por las avenidas, por las plazas. Continúo corriendo hasta dejar atrás la ciudad y corriendo atravieso valles, subo montañas y vadeo ríos. Corriendo y corriendo, corriendo sin parar, sin mirar nunca atrás, solo pensando en seguir corriendo, en escapar.
 Pero llega un momento en que mi cuerpo comienza a decir basta. Las piernas me queman, los músculos se me contraen en dolorosos y duros nudos y mis pulmones no parecen capaces de absorber todo el aire que mi corazón reclama. El corazón me late debocado y el poco aire que consigo aspirar, lejos de reconfortar, me abrasa por dentro. Me estoy asfixiando, me ahogo, no puedo respirar, todo a mí alrededor se oscurece…
Me incorporo en la cama de un salto, sudoroso, respirando con violencia, boqueando como un pez fuera del agua. Comienzo a sentir la humedad de un reconfortante aire que de nuevo llena mis pulmones y poco a poco empiezo a respirar con normalidad. Trago saliva, me seco el sudor de la frente y echo un vistazo alrededor. No me lo puedo creer. Otra vez estoy en mi cuarto, en mi cama. Otra vez ha sido un sueño. ¿O no? ¿O tal vez es ahora cuando estoy soñando? Me pellizco con fuerza el brazo y siento nítido y claro el dolor. ¿Pero que me indica eso? Hace un rato me estaba asfixiando y lo sentía tan real como el pellizco que me acabo de dar. ¿Entonces cual es el sueño? ¿Antes que me asfixiaba? ¿O tal vez el sueño sea este pellizco, mi cuarto o mi casa?
Me quedo incorporado sobre la cama, aturdido, confuso, cuando de improviso, rompiendo estrepitosamente el silencio que reina en la casa, se abre la puerta del cuarto y por ella irrumpen ruidosamente, como las hordas de Atila, la maldita pareja que me persigue. El hombre se lanza sobre mi pecho, la mujer sobre mis piernas y antes de que pueda darme cuenta de lo que pasa me encuentro acostado boca arriba y atado a las cuatro esquinas de la cama de pies y manos.
Inmóvil, indefenso y aterrado veo como mis atacantes se colocan a cada lado de la cama y desde su elevada y privilegiada posición me observan con superioridad y displicencia.
-    ¡Pero quién cojones sois vosotros! ¡Me tenéis harto!– Chillo con desesperación moviendo a un lado y a otro mi cabeza..- ¡Haced lo que hayáis venido hacer y dejadme en paz de una puta vez! ¡Acabemos con esto ya!
-     Ya te hemos dicho lo que queremos. –Comienza a hablar el hombre. Lo hace despacio, marcando cada palabra, como cuando llevas un rato queriendo explicar algo a un niño y empiezas a perder la paciencia.-  Queremos que nos digas cuáles son tus intenciones y lo puedes hacer por las buenas o por las malas.
Ese “por las malas” lo acompañó con un gesto señalándome hacia la mujer que no me gustó nada.  Cuando giro la cabeza para mirarla veo que mis peores presentimientos se están cumpliendo. La mujer está comenzando a subirse la falda dejando de nuevo al descubierto su muslo, el liguero y el afilado estilete. En otro momento, estar atado a la cama y esa visión podía hasta haberme excitado, pero éste no era ese momento y en vez de eso preferí comenzar a suplicar por mi vida.
-    Os lo juro que no sé a qué os referís. Yo soy un tío del montón con una vida del montón. Nada más que tengo una pequeña empresa con la que intento ganarme la vida lo más dignamente posible y nunca me planteo nada a demasiado largo plazo. Lo que hago hoy me marcará lo que pienso hacer mañana, así de sencillo. No hay más. No sé que más contaros. ¡Dejadme en paz! ¡Por favor!
Se hace el silencio. Yo alterno mi mirada suplicante a un lado a otro. Ora le miro a él, ora a ella. Veo que el hombre agacha la cabeza y la mueve en señal de negación, como diciendo; aquí no hay nada que hacer. Entonces hace una señal a la mujer que comienza a inclinarse sobre mí con su estilete de la mano.
-    ¡No. Dejadme! – Comienzo a chillar con rabia soltando salivazos al aire mientras retuerzo inútilmente mi cuerpo para intentar liberarme.- ¡Dejadme chalados! ¡Qué vais a hacerme!
El hombre se sienta en la cama y me sujeta la cabeza con sus dos fuertes manos para que no pueda girarla. Entonces la mujer acerca su mano a mi cara y con sus dedos pulgar e índice agarra mi párpado tirando de él hacia arriba.
Dejo de gritar y completamente aterrado me comienzo a preguntar qué va a hacerme. Aunque si había una pregunta estúpida en ese instante  era precisamente esta. Todos sabíamos lo que me iba a hacer.
Acerca a mi parpado levantado su afilado estilete y suave, lentamente comienza a cortármelo.
Siento el lento chirriar del filo que se mueve con pausada cadencia atrás adelante, adelante atrás, en un ritmo tranquilo y sosegado Comienzo a sentir como el metal saja la piel de mi párpado, los tendones, el músculo y empiezo a chillar. Chillo con toda la fuerza de mis pulmones. Chillo hasta desgarrarme la garganta. Chillo como nunca pensé que nadie fuera capaz de hacerlo.
Cuando la mujer termina y se deshace del pellejo que era mi párpado tirándolo al suelo con gesto de asco yo continúo chillando, gritando, jurando en todas las lenguas vivas y muertas y maldiciendo a mis torturadores para que se pudran en el infierno más profundo y tenebroso que exista.
-    ¡Vamos! ¡Cada vez nos queda menos tiempo!–Dice el hombre soltándome la cabeza.- ¡Dinos de una vez cuáles son tus intenciones!
Estoy confuso y dolorido. Trato de fijar la vista en quien me habla pero veo borroso. Mi ojo sin parpado me escuece por la sangre y veo todo teñido de un rojo diluido. Intento pestañear para aclarar la visión pero mientras un ojo se aclara aceptablemente, pero en el otro… en el otro ya no tengo pestaña. Cierro los dos ojos pero por uno sigo viéndolo todo rojo borroso. ¡Cielo santo que sensación!
-    ¡Yo sólo quiero vivir! –Digo mientras comienzo a llorar abiertamente.- ¡Mi única intención es vivir!
-    Para vivir tienes que saber sufrir y eso ya tenemos claro que lo has aprendido –Me grita el hombre justo al lado de mi cara.- Eso no nos basta. Tenemos que saber cuál es tu intención a partir de ahora. ¡Vamos! ¡Dilo!
-    No lo sé. Os lo juro. –Contesto gimoteando y moqueando.- ¡Pero qué clase de personas sois vosotros! ¡No sois humanos!
El hombre me vuelve a sujetar la cabeza  a la vez que le hace otra seña a la mujer quien se abalanza como una carroñera sobre mi otro párpado.
-    ¡Nooo! –Chillo desesperadamente.- ¡Quiero despertar! ¡Lo único que quiero es despertar! ¡Solo quiero despertar!
En ese preciso instante todo se oscurece y parece quedarse en calma, en silencio. El dolor cesa de golpe, las ataduras ya no me mantienen sujeto a la cama y a mí alrededor sólo siento calma y sosiego. De pronto la luz regresa y sigo acostado en la cama, boca arriba, pero no es mi cama y no es mi cuarto. La luz es tenue el techo es blanco y huele a desinfección. Giro a cabeza a mi izquierda y sobre una mesita con ruedas veo una par de máquinas con números luminosos y líneas verdes que suben y bajan. Vuelvo la cabeza hacia la derecha y veo un gotero de donde cuelga una bolsa de suero del que sale un tubo de plástico que  termina en mi brazo. Estoy en un hospital.
Trato de incorporarme y en ese momento una de las máquinas que me acompaña comienza a emitir un tímido pi-pi-pi acompañado de una luz roja intermitente. Casi al momento, la puerta de la habitación se abre y veo aparecer por ella a chica vestida de enfermera que a paso ligero se acerca hasta donde estoy.
-    ¡Qué fantástico! ¡Se ha despertado! –Me dice mientras que con una pequeña linterna enfoca sin piedad mi retina para ver si reacciona.- Estábamos muy preocupados por usted.
La inspección ocular me recuerda el episodio de mis amigos con mis pestañas y, lentamente,  llevo mi mano hasta la cara para tocarme el ojo. Lo tengo tapado, una venda cuidadosamente colocada lo oculta. .
-    No se preocupe por su ojo. El doctor ha dicho que se pondrá bien y volverá a ver normalmente por él. –Dice la enfermera al verme y continúa.- Aunque ha estado a punto de perderlo. Ha habido que operárselo varias veces. La última esta mañana. 
Extrañado y sin decir nada continúo mi inspección con la mano y llego hasta mi cabeza donde toco otra venda que me la cubre por completo. Mis gestos y mi cara de desconcierto debieron de ser suficientemente elocuentes pues la enfermera empezó a contarme.
-    Por lo que veo no tiene muy claro lo que pasó. Tuvo un grave accidente con su coche. Su parte médico daba miedo verlo. Politraumatismos, laceraciones, hemorragias internas, conmoción cerebral. Las lesiones más graves han sido en el pecho y el ojo. Bueno y la cabeza. Lleva más de una semana inconsciente.
-    ¿Entonces he estado en coma?  Eso explicaría porque no recuerdo absolutamente nada, ni siquiera me acuerdo de quién soy.
-    La verdad es que los médicos no se han atrevido a decir que usted estuviera exactamente en coma. Su encefalograma se salía del gráfico, registraba una actividad cerebral muy superior a la normal, incluso a la de un hombre despierto y en plena actividad.
-    Vaya… No me extraña con los sueños que he tenido. –Sonrio para mis adentros y pregunto a la enfermera que andaba entretenida toqueteando las máquinas.-  Perdone. ¿Sabría decirme a que me dedico? Es que soy incapaz de recordarlo.
-    Oh sí. Es usted profesor en la universidad. Y no se preocupe por lo de su memoria. Suele ser normal. Poco a poco la irá recuperando.
-    ¿Profesor? Quién lo diría. ¿Sabe? En mis sueños era empresario y tenía despacho propio con vistas. Hasta secretaría tenía.
-    Esta claro que en su coma ha estado viviendo un sueño.
-    Más bien diría que he estado soñando una vida.
-    Vaya. Qué filosófico y profundo que se ha despertado usted. –Dice la enfermera mientras ríe con una risa franca y abierta.- Ya sabe usted lo que dicen, eso de que la vida es sueño…
-    Y los sueños vida son. –La interrumpo para acabar a mi manera la frase del genial Calderón.-
-    Lo que yo digo. Filósofo perdido. Pues que yo sepa no es usted profesor de filosofía. –Y volvió a reír con esa risa sincera.- Por cierto. Debo decirle que, casualmente, poco antes que usted despertara han venido unos señores preguntando por usted. Un hombre y una mujer.
Al escuchar esto un escalofrío, como una descarga eléctrica, sacudió todo mi cuerpo y de nuevo, a pesar de lo débil que me sentía, hice un esfuerzo por incorporarme un poco. Pude levantarme para ver la puerta abierta que me quedaba justo enfrente y a través de ella los vi. Las gafas de sol y la falda de tubo ocultando el estilete.  Estaban de pie, en el pasillo, mirando hacia mí y con una sonrisa en sus bocas, sonrisas que hicieron estremecerme,  y saludando con sus manos en un gesto que no me quedaba claro si era para decirme “hola” o “adiós”. La enfermera, al percatarse de su presencia y de mi reacción, se acercó hasta la puerta cerrándola de golpe y haciéndolos desaparecer de mi vista. A pesar de eso, me quedo incorporado, con el cuerpo tenso, expectante, observando atentamente la puerta esperando que de un momento a otro se abra o la tiren y entren como una estampida salvaje directos hacia mí. Sin embargo, el tiempo pasa y nada ocurre. La puerta permanece cerrada, nada se oye y nada se mueve a excepción de la enfermera que sigue enfrascada en sus quehaceres por la habitación ajena a todo.
Cuando mis brazos al fin se niegan a seguir aguantando el peso de mi cuerpo y casi convencido de que no van a volver a entrar, me dejo caer de nuevo sobre la cama soltando un resoplido de cansancio y alivio.
-    Que casualidad que se hayan presentado justo antes de que usted despertara ¿Verdad? –Dijo la enfermera mientras seguía con sus cosas. Ahora apuntando algo en mi ficha.- ¿Son amigos suyos?
-    Para nada. –Contesto casi escandalizado.- Aunque he de reconocer que puede decirse que, en cierto modo, si estoy despierto es gracias a ellos.
-    No sé como podrían ser capaces de hacer tal cosa. –Replicó la enfermera dejando por un momento de escribir.- Y si así hubiera sido ya les puede estar agradecidos.
-    ¿Y eso por qué? –Pregunto extrañado.-
-    Ya le dije que los médicos estaban muy preocupados por su estado. Las lesiones en su cabeza eran muy graves e imposibles de operar. Estaban convencidos de que si en poco tiempo no veían una mejoría clara o que despertara del todo, entraría en un coma mucho más  profundo e irrecuperable y en las previsiones más optimistas hubiera quedado usted como un vegetal. Así que ya sabe. A ese par de amigos, si han hecho lo que dice que han hecho, puede usted considerarlos como sus ángeles de la guarda.
Arrugo la nariz y niego con la cabeza. La simple idea de considerar unos ángeles a ese par de bestias pardas a los que guardaré rencor toda mi vida y a los que odio y temo a partes iguales, me produce escalofríos. Aunque debo de reconocer que lo que me ha dicho la enfermera me hace reflexionar un momento:
-    Bueno… Supongamos que acepto el hecho de que  han sido ellos los que,  por decirlo de alguna manera, me han “resucitado”… –Hago una pausa, sonrío y digo al fin.- Pues entonces digamos que son mis demonios de la guardia.