viernes, 28 de diciembre de 2012

Un Simple Deseo



La había encontrado dentro de una caja llena de trastos viejos de lo más variopinto y llevaba ya varios minutos mirándola absolutamente extasiado. Era una simple bombilla. Algo vieja quizás, pero una vulgar y corriente bombilla incandescente de las de toda la vida, de cristal transparente con forma de pera y un delgado filamento en su interior, pero que por algún motivo que no alcanzaba a comprender había conquistado completamente mi atención. Tal vez fueron los tenues reflejos irisados que despedía el cristal o la forma de éste que, a pesar de no diferenciarse en gran cosa de las demás, su superficie no es totalmente regular y tiene leves ondulaciones, como si se hubiera hecho a mano, con un torno de alfarero o algo así. Sea lo que fuere, el caso es que la mantengo en alto, sujeta con mis dedos por el casquillo metálico, mirándola a contraluz y agitándola levemente de vez en cuando pues había descubierto que en su interior se movía algo. Era un gas, o mejor, un polvo extremadamente fino y que flota medio ingrávido en su interior. Recuerda a esas bolas con estampas nevadas en su interior y que cuando se mueven parece como si nevara, lo único que en este caso, lo que serían los copos de nieve son infinitamente más tenues y de un ligero color ámbar.
Recorro con los ojos el viejo trastero donde me encuentro y detengo mi mirada al descubrir algo que me puede servir. Se trata de un viejo flexo que cría polvo en rincón desde dios sabe cuando y me acerco a él confiando en que funcione. Me parece una buena idea probar la bombilla a ver si todavía luce. Tal vez esas “rarezas” que le veo se explican porque la bombilla es capaz de dar una luz especial o crear algún efecto luminoso peculiar cuando se enciende. La enrosco en el casquillo, la enchufo en una toma que se encontraba allí mismo en la pared a la altura de mis pies y tras tomar la precaución de estirar un poco los brazos para alejarla de mi cara, aguanto la respiración y acciono  el interruptor del flexo. Clic. La bombilla se enciende a la primera y la habitación se ilumina con una luz clara, brillante y constante, es decir, como lo hubiera hecho también cualquier otra bombilla. La enciendo y apago varias veces seguidas y con distintas cadencias. Estando encendida intento observar su interior pero el natural resplandor me ciega y me lo impide y cuando la apago observo el misterioso polvillo que, imperturbable a las variaciones de luz y calor continúa flotando obstinado en su interior.
Agotados todos los experimentos posibles y medio ciego de tanto mirar una bombilla encenderse y apagarse decido sacarla del flexo. Comienzo a girarla con los dedos y le había dado ya casi una vuelta cuando de repente me doy cuenta, como si mi cerebro hubiera actuado con cierto retardo,  que la bombilla está realmente caliente y me estoy quemando los dedos. Con un aullido de dolor retiro los dedos para llevármelos a la boca y la bombilla, casi ya libre de su enroscada prisión, parece mantenerse en su sitio medio segundo pero… finalmente claudica y comienza a caer.
Chupándome aún los dedos que me duelen a rabiar sigo con los ojos la caída de la bombilla que parece alargarse una eternidad hasta que finalmente choca con el suelo y la veo estallar en mil y un diminutos pedacitos.

Entonces contemplo lo más extraño que había visto en mi vida hasta ese momento, y digo hasta ese momento pues me quedaban de ver muchas otras cosas más extrañas. Veo entonces, como iba diciendo, que el polvillo del interior de la bombilla comienza a formar un remolino. Primero diminuto y a ras de suelo, pero poco a poco va ganando tamaño, fuerza y altura hasta ser tan alto como yo. Entonces, lo que no era más que un torbellino caótico de polvo, gas y humo, comienza lentamente a coger forma definida delante mismo de mis ojos. Poco a poco, en aquella agitada bruma informe, se distingue lo que puede ser una cabeza, con su cuello y unos rectos que se van definiendo junto a unos brazos que empiezan a separarse lo que a todas luces es el busto de una persona. En lo que sería su cara empiezan a asomar unas facciones indudablemente humanas y en lo alto de su cabeza toma forma lo que parece… Lo que parece… ¡Un sombrero! Para ser más exactos, diré que aquel ser llevaba puesto ¡un bombín!
Antes de poder reaccionar ni de decir nada ni de poder siquiera retirar los dedos de mi boca,  tenía ante mí una persona hecha y derecha, o al menos hecha y derecha de cintura para arriba pues de cintura hacia abajo no había piernas y su lugar lo ocupaba una especie de cola etérea formada de gas, plasma, ectoplasma o que sé yo, sobre la que la aparición parecía flotar y, por lo que veo, también desplazarse.
Termina por fin de formarse, yo reacciono sacando al fin los dedos de mi boca y lo contemplo con cierta tranquilidad. La aparición, fantasma o lo que sea es totalmente de color ámbar, del mismo que el polvo que se veía flotar. La verdad es que visto así, en sólido, es un bonito tono caramelo brillante que  queda bastante bien. Bajo el bombín, antes mencionado, se ven unas facciones bien esculpidas. Delgado, pómulos salientes, ojos saltones, nariz aguileña, mentón duro y mandíbula cuadrada flanqueada a ambos lados por unas gruesas patillas. Viste un frac de cola de pato ajustado en la cintura, pajarita y un chaleco de finas rayas con pajarita también perfectamente ajustado a un torso que, aunque no muy fornido, se adivina atlético. Resumiendo, era la viva estampa del típico mayordomo inglés.
Ha terminado su transformación de polvo a busto humano y por un instante se me queda mirando enfrente de mí, de pié (o de cola etérea o como se diga) levitando en postura de firme, sacando pecho y con los brazos pegados al cuerpo. Yo creí tener superado mi asombro pero he de decir que este se vio incrementado cuando observo que, tras hacer una leve pero muy correcta reverencia, oigo que me dice:
-    Agradezco enormemente que me haya liberado, milord.
-    ¡¿Qué..!? ¡¿Cómo?!  ¡¿Liberado?! 
-    Correcto, milord. De la bombilla. El señor me ha liberado y yo le estoy enormemente agradecido. –  Calla, hace una reverencia perfecta tanto en inclinación como en duración y continúa hablando.- Por eso, milord, desearía demostrarle a su señoría mi agradecimiento concediéndole un deseo.
Hace otra reverencia, magnífica también, por supuesto, quedándose  inmóvil, en silencio y en espera, al parecer, de una respuesta por mi parte. Yo, sumido por completo en el más absoluto estupor, hago un esfuerzo por poner en marcha mi aterrorizado cerebro y consigo, poco a poco, ir atando cabos.
-    Entonces, si no te he entendido mal.- Comienzo a decir.- Tú vienes a ser entonces…  lo que se dice… ¡un genio!
-    Efectivamente, milord.
-    Pero yo creía que los genios estaban en lámparas de tipo oriental y no en bombillas.
-    Le hago notar al señor que los tiempos cambian y la evolución lógica de la lámpara, tras pasar por un sucio quinqué y una maloliente farola de gas, era la bombilla incandescente, milord.
-    Ya veo, ya veo…. Pero también creía que los genios venían de oriente y tú…  -Con un gesto de mi mano le señalo de arriba abajo.- En fin.. Tú no pareces muy oriental que digamos.
-    Contemplo con satisfacción que mi nuevo señor es muy observador. –Otra reverencia en su punto justo, ni muy servil, ni muy forzada, para no dar sensación de peloteo.- Efectivamente mis orígenes están en los lejanos desiertos, señor,  pero el mundo se ha ido haciendo cada vez más pequeño y el destino quiso que estos últimos siglos los pasara yo en terreno anglosajón. Para ser más exacto con su señoría, la última vez que me encerraron me encontraba en la Inglaterra victoriana, milord.
-   
-    Bueno, bueno. Parece que todo empieza a tener sentido ¿No es cierto? –Digo sin ningún convencimiento.- Resumiendo, que eres un genio oriental emigrado a Inglaterra. Que estabas atrapado en una lamp… perdón, en una bombilla y que por haberte liberado me concedes un deseo.
-    Yo mismo no podría haberlo expresado con más claridad y concisión, milord.
-    Pero pensaba que los genios concedíais tres deseos no uno. A ver si va a resultar que en vez de inglés eres escocés.
Esperé una sonrisa por su parte o algún movimiento de alguna de sus facciones (ya saben, por lo de los escoceses y su fama de tacaños) pero su rostro continuó imperturbablemente serio, firme, como si sus rasgos estuvieran esculpidos en bronce. Solo su boca se mueve lo mínimo indispensable para hablar.
-    Informo a su señoría de que no existe duda alguna sobre mi linaje inglés y el motivo de que sólo se le conceda un deseo en vez de los tres acostumbrados es debida a… -Hace una pausa, levanta la mano, la pone frente a su boca y tose levemente.- Ejem… Digamos que se debe simplemente a su escasa habilidad con las manos, milord. –Y como sin querer, dirige una mirada de soslayo a la bombilla que aún yace esparramada por el suelo rota en mil pedazos.
-    ¿Acaso me estás llamando torpe?
-    No se me ocurriría tal cosa, milord. Yo lo único que intento de explicarle es que si hubiera utilizado los cauces habituales, esto es, frotarla ligeramente con las manos, yo hubiera salido y la bombilla seguiría entera, señor. Permítame hacerle notar a su señoría que, a pesar de todo, esa humilde bombilla era mi hogar, milord.
-    Vale, vale… Lo entiendo. Estoy castigado. Por cierto, puedes apear el tratamiento de milord y esas zarandajas. Se me hace un poco empalagoso. Tutéame con confianza.
-     Jamás me atrevería a hacer semejante cosa, milord. Mi obligación es tratarle con el debido respeto que marcan las normas de buena conducta, señor. Además, creo que milord o señor está mucho mejor que el antiguo “mi amo” que se me obligaba a emplear.
-    Sí. En eso tengo que darte la razón. 
-    Se lo agradezco, señor.
 Hacer una correcta reverencia es un arte que se enseña en las escuelas de alto protocolo y la que hizo acompañando a su agradecimiento fue, sin ninguna duda,  de matrícula de honor.
-    Pues yo te tutearé. –Digo al tiempo que busco algo donde poder sentarme.- Por cierto. ¿Tienes nombre?
-    Por supuesto, señor. Mi nombre es Ejeves y si a su señoría le place puede llamarme así.
-    Lo haré Ejeves, lo haré. –Encuentro una vieja silla de campo. La despliego y me siento en ella justo enfrente de Ejeves que continúa levitando en posición de firmes. Ahora lo veo desde abajo y me resulta más espectacular que antes con ese tono acaramelado que le proporciona una textura medio broncínea-
-    Pues si su señoría se encuentra ya acomodado y todas sus dudas despejadas, deberíamos proceder con lo que nos ocupa, milord.
-    Proceda Ejeves, proceda. –Digo invitándole a continuar con un grácil gesto de mi mano.-
-    El asunto es sencillo, milord. Usted pide un deseo, lo que su señoría desee, y yo se lo concedo.
-    -¿Así de fácil?
-    Así de fácil, milord. Tan sólo existen dos limitaciones, señor.
-    Vaya ya empezamos.
-    ¡Oh no, milord! No me cabe duda de que, en cuanto  explique de qué se trata, su señoría lo entenderá inmediatamente. La primera es que no puedo resucitar muertos, señor. Nuestro cuerpo tiene unos límites físicos y cuando estos se agotan, no hay nada más que hacer, milord.
Asiento con la cabeza en señal de que me he dado por enterado y de que continúe.
-    La segunda, milord, es que por la misma razón, por ese agotamiento inexorable que sufre nuestro cuerpo, tampoco puedo conceder la vida eterna.
Se me quedó mirando en silencio, imperturbable.
-    Vale, vale. Lo he entendido. ¿Y ahora qué?
-    Sabía que milord lo entendería sin problemas y me congratulo de ello, señor. Ahora puede su señoría pedirme lo que desee. Lo habitual, y se lo digo nada más por si al señor  pudiera servirle de orientación, es pedir riquezas infinitas, poder ilimitado o fama imperecedera, milord.
-    ¡Oh, no, tranquilo¡ Mi deseo es mucho más sencillo que todo eso. Incluso te podías haber ahorrado todo lo que me has contado.
-    Pues su señoría dirá. –Me dijo al tiempo que levantaba una de sus manos y colocaba los dedos preparados para chasquearlos.-
-    Yo simplemente, lo único que quiero, es ser feliz lo que me quede de vida.
-    Conced… - Se detuvo con la mano en el aire y los dedos haciendo presión uno con otro pero sin llegar a chasquearlos del todo.- Un momento, milord. Creo que el señor no me ha entendido bien y sin duda la culpa ha sido mía pues, imperfecto de mí, no he sabido explicarme con la suficiente claridad, milord. –Baja su brazo y vuelve a situarse en la posición de firme levitación.- Lamento informarle, señor, que mi limitado poder no alcanza a transformar los sentimientos humanos, milord. Yo solamente me limito a conceder logros o cosas materiales con los que espero y deseo que usted consiga esa felicidad que el señor  tanto anhela.
-    Pues vaya. ¿Y entonces qué?
-    En estas situaciones, milord, y si se me permite decirlo, lo más socorrido es pedir una gran cantidad de riquezas.
-    Huumm… Ya entiendo. Y que me recomiendas Ejeves.
-    Por si al señor pudiera servirle de guía recuerdo un amo que en una ocasión me pidió un palacio con paredes de oro macizo, tejado de tejas de plata, ventanales de diamante y un jardín donde crecieran sin parar rubíes y esmeraldas.
-    ¡Vaaaya!–No puedo evitar un silbido.- Fuuiii….
-    Coincido con milord en que tal vez sea un poco excesivo,  pero puedo asegurar a su señoría que mi antiguo amo quedó absolutamente encantado.
-    No lo dudo. –Dije.- Pero yo preferiría algo… No sé… Más discreto quizás. Si pudiera ser, claro.
-    Naturalmente que puede ser, señor, y en ese caso me va a permitir su señoría  que le recomiende enfervorecidamente la caja de caudales eternamente llena, milord.
-    Suena bien. ¿Y de qué se trata?
-    Pues la caja de caudales eternamente llena, señor, como su propio nombre indica, es una caja de caudales del tamaño de un armario empotrado, llena a rebosar de dinero y que no importa cuanto saque de ella, cada vez que milord vuelva a abrir la puerta de esa caja, ésta estará de nuevo repleta de billetes de curso legal. Y esto pasará hasta el día de su muerte, milord, que todos esperamos quede muy lejana, señor.
-    Me gusta. ¿Y en que moneda se llena? Porque eso es importante. No es lo mismo un dólar americano que un kwanza angoleño.
-    Sin duda que esa es  una buena observación, señor. Pero ese contingente esta previsto. La caja, al ser mágica, siempre le ofrecerá la divisa que más fuerte esté en el mercado en ese momento, milord.
-    Bonito detalle.
-    A también me lo parece, milord.
-    Y dices entonces que con esto seré feliz hasta el día en que me muera.
-    Apostaría por ello, milord.
-    Pero ya sabes eso que dicen de que el dinero no da la felicidad.
-    Lo he oído, milord. Pero también un hombre sabio dijo en otra ocasión que, y cito textualmente, el dinero no da la felicidad, pero procura una sensación tan parecida, que se necesita un especialista muy avanzado para verificar la diferencia, milord.
-    Creo que lo dijo Oscar Wilde.
-    Un hombre sabio como dije, milord.
Me apoyo en el respaldo de la incómoda silla, estiro el cuello y me rasco la barbilla mientras pienso.
-    Pero ¿Qué pasaría? –Hablo como reflexionando en voz alta, sin dirigirme a nadie en concreto.- ¿Qué pasaría si contrajera una enfermedad incurable? De nada me serviría el dinero en ese caso. ¿No?
-    Posiblemente, señor.
-    O peor aún. Si fuera un hijo mío el que enfermara y lo viera morir impotente sin que toda esa ingente cantidad de dinero me sirviera para nada. La verdad que no creo que fuera muy feliz en esos momentos.
-    En tales circunstancias, señor, tampoco yo creo que su señoría pudiera sentirse especialmente dichoso.
-    Pues entonces no sé si me sirve su sugerencia, Ejeves.
-    Lo lamento profundamente, milord.
Me vuelvo a echar hacia delante apoyando los codos en las rodillas y mirándolo al tiempo que me encojo de hombros pregunto
-    Entonces qué, Ejeves ¿Se te ocurre alguna otra cosa?
-    En vista de lo infructuoso que ha resultado el tema pecuniario, señor, me atrevería a sugerirle que optáramos por la posesión de poder, milord.
-    ¿Y eso cómo va?
-    Pues si su señoría lo pide, podría darle capacidad de gobierno absoluto sobre un país o sobre un continente o sobre el mundo entero si milord así lo desea, milord.
-    ¿Y eso para que sirve? –Pregunto desde la más sincera ignorancia.-
-    Oh milord. Sin querer faltarle al respeto, creo que su señoría no alcanza a ver lo que ofrezco. –Su asombro también era sincero pues pude percibir un ligerísimo cambio en su tono de voz e incluso un muy leve movimiento de cabeza hacia atrás.- Por lo que puedo poner en las manos de su señoría cualquiera daría lo que fuera. El poder absoluto. Ser obedecido sin discusión por todas las personas que además  se desvivirán por hacer cumplir hasta el más nimio de sus deseos. En manos de milord puedo poner, si lo desea,  la capacidad de formar los ejércitos más poderosos que se hayan visto y la gente, gustosa, matará y morirá por su señoría…
-    ¡¿Cómo?! –Le interrumpo bruscamente.- ¡¿Qué la gente moriría por mí..?! ¿¡Qué mataría…?!  ¡Yo eso no lo quiero para nada! ¡Eso no me haría feliz en absoluto!  ¡Qué horror!
Ejeves guarda silencio en su inamovible postura y en su rostro tampoco se distingue movimiento alguno en sus facciones, pero percibo que le tengo algo confundido. Finalmente decide romper su silencio.
-    Siento enormemente oír eso, milord. En ningún momento era mi intención perturbar a su señoría.
-    No pasa nada Ejeves. –Con los codos aún sobre mis rodillas me froto la cara con las palmas de las manos. Empiezo a estar algo cansado. Jamás hubiera pensado que el deseo de simplemete ser feliz fuera tan complicado de conseguir. Ejeves sin embargo, inasequible al desaliento y como buen profesional intenta cumplir con su tarea.-
-    Me va a permitir su señoría que me tome la libertad de cambiar de derroteros y probemos con cosas diferentes a poder y dinero, milord.
-    Tiene mi bendición Ejeves.
-    Pues he notado que el señor es… un poco… ¿Cómo lo diría yo..?
-    Veenga. No te cortes. Suéltalo ya.
-    Pues que quizá  su señoría no conoce o no quiere conocer el mundo en que vive y que peque de exceso de romanticismo, señor, y espero que milord sepa perdonar este exceso de confianza.
-    Tranquilo Ejeves, no es lo peor que me han dicho. Y qué propones entonces.
-    Estaba yo pensando en que su señoría podría tal vez hallar la felicidad si yo le proporcionara al amor de su vida.
-    ¿El amor de mi vida?
-    Efectivamente, milord.
-    ¿Una mujer?
-    O un hombre, si milord lo prefiere.- Hago con la boca una mueca de desaprobación pero él la ignora y continúa hablando.- Yo me refiero, señor, a esa persona especial que logra hacerte sentir diferente y con la que uno es dichoso simplemente estando a su lado, esa persona con la que lo compartiría absolutamente todo porque confiaría en ella plenamente, esa persona, a fin de cuentas, con la que sería feliz de poder pasar con ella hasta el último día de su vida, milord.
-    ¿Y eso lo puedes conseguir?
-    Absolutamente, milord. Además del tipo que a usted más le guste. En plan morena y exótica a lo Halle Berry, por ejemplo, o tal vez más sofisticada y nórdica a lo Charliz Teron, milord.
-    ¿Y tú me garantizas que viviríamos juntos, enamorados y felices durante toda nuestra vida?
-    Casi al cien por cien, milord.
-    ¿Casi? ¿Qué significa ese “casi”?
-    Bueno milord. – Se interrumpe, levanta la mano la pone delante de su boca y tose ligeramente.- Ejem. Yo le garantizo que esa persona se enamorará locamente de usted y que caerá rendida en sus brazos, pero el ser humano y sus sentimientos son volubles y caprichos y difíciles de prever.
-    No entiendo.
-    Lo que trato de explicar a su señoría es que en cualquier asunto, milord, donde haya seres humanos de por medio no existe una garantía del cien por cien de nada, señor. Son ustedes desleales, envidiosos, mentirosos y egoístas si se me permite decirlo así, milord, y por lo tanto, imposible de predecir su comportamiento a largo plazo.
-    O sea, que me estás diciendo que es posible que el amor de mi vida con el tiempo me engañe.
-    Exactamente, milord.
-    Que me la pegue con otro.
-    Entra dentro de lo posible, señor.
-    Que me abandone y me traicione.
-    Veo con satisfacción que el señor  ha entendido perfectamente lo que trataba de explicarle.
-    Pues dudo mucho que eso me hiciera feliz.
-    Lamento enormemente tener que decir que yo también albergo serias dudas a ese respecto, milord.
Me levanto hecho un cuatro de estar sentado en esa maldita silla y me pongo a pasear por la habitación. Ejeves continúa levitando firme e inmóvil y yo, con las manos a la espalda, empiezo a caminar a su alrededor como el indio que realiza un ritual alrededor de su tótem.
- ¡Dita sea! –Empiezo a maldecir un tanto desesperado.- Para una vez que tengo suerte… Por una vez que me toca algo…
Pero Ejeves, aunque sea inglés adoptado, lleve bombín y sea empalagosamente educado es un sobre todo buen genio y como todos los buenos genios hará lo que no está en los escritos para complacer el deseo de su amo.
-    Podemos probar con la salud, milord. –Dice rígido como un busto con la vista clavada al frente mientras yo sigo caminando a su alrededor.- Entre los suyos he escuchado muchas veces decirse que lo importante es tener salud. 
-    ¿Salud?  
-    Efectivamente, milord. Como le dije, un genio no puede otorgar vida eterna, pero si puedo alargar ostensiblemente la suya concediendo a su señoría una salud de hierro.
-    ¿Viviría muchos años?
-    Muchos, señor. Considerablemente más que la media, milord.
-    ¿Y para qué? ¿Para ir dejando por el camino todo lo que te va importando? ¿Para sentir como se marchitan tus recuerdos? ¿Para ver como va desapareciendo la gente que quieres hasta quedarte completamente solo.? No Ejeves, gracias pero no me interesa.
-    ¿Tal vez al señor le interesaría el estrellato y la fama? –Insiste Ejeves.-
-    ¿Fama? No Ejeves, aprecio demasiado mi intimidad como para que me seduzca el mundo de la fama.
-    Pues creo milord que me veo en el penoso deber de informarle de una cosa. –Detengo mi andar circular de burro de noria. En su monocorde tono de voz me ha parecido apreciar un leve deje de cansancio que me preocupa.- Lamento comunicarle, milord, que el deseo tiene periodo de caducidad y en el caso de que su señoría no lo haya consumado en un ya breve espacio de tiempo, yo me volatilizaré en el aire, desapareceré y usted se quedará sin deseo y sin posibilidad de reclamar, milord. Por lo que le rogaría a su señoría encarecidamente que pusiera también algo de su parte. Y le pido disculpas por tener que expresarme de esta manera tan poco apropiada, milord.
Hizo otra reverencia magistral. Si hubiera tenido un cartelito de esos con un palo que usan los jueces para puntuar, yo lo hubiera levantado con un diez. Pero bromas aparte, el cambio en su tono de voz y el leve arqueamiento de una ceja en su pétreo rostro, me hizo ver que la cosa iba totalmente en serio. Así que seguí caminando a su alrededor aunque algo más despacio y esta vez reflexionando seriamente sobre que deseo pedir finalmente, pues una cosa era ser un pelín exigente y otra ponerse muy pejiguero y perder lo que quizás sea la única cosa buena que me ha pasado en la vida. Así que, finalmente, me detengo frente a él y digo:
-    Bueno, ya lo tengo. ¿Y cómo va esto? ¿Tengo que saltar o bailar mientras lo digo? ¿Lo tengo que gritar o lo digo en voz bajita?
-    Como el señor guste. Basta con que yo lo oiga y lo entienda, milord.
-    Muy bien. Pues allá va. –Guardé un momento de silencio como para coger aire y Ejeves levanto el brazo con sus dedos dispuestos a chasquearlos.- Quiero… Quiero… ¡Quiero la caja de caudales eternamente llena!
Ejeves se queda quieto sin chasquear los dedos y en vez de eso veo que su boca se abre ligeramente y en la comisura de sus labios aparece una débil arruga. ¿Será posible que eso se sea una sonrisa? Pienso que mucho le ha tenido que sorprender mi deseo.
-    ¿Te ríes? –Pregunto.- ¿Qué te hace gracia?
-    Oh nada, milord. Pero ya que lo pregunta y si se me permite decirlo, señor, lo cierto es que esperaba otra cosa de su señoría.
-    ¿Por qué? ¿No te pega con mi imagen romántica? ¿No creías que pudiera ser tan pra…para…? No me sale la palabra…
-    Pragmático, milord.
-    ¡Eso es, pragmático! No pensabas que fuera tan pragmático ¿verdad? Esperabas algo más poético y menos prosaico y te he decepcionado ¿Verdad?
-    Ligeramente, milord. Si no molesta a su señoría que se lo diga.
-     Pues mira Ejeves, resulta que me guste o no, vivimos en el mundo que vivimos y está hecho así. Si tienes dinero podrás vivir cómodo y holgado y si vives cómodo y holgado podrás dedicarte a buscar la felicidad. No es seguro que la encuentre, de acuerdo, pero seguro que tendré que más posibilidades que si soy un muerto de hambre. ¿No te parece?
-    Absolutamente, milord.
-    Seguro que, si quiero, con esa cantidad indecente de dinero puedo conseguir poder, buena salud y hasta –Guiño un ojo y hago amago de darle un codazo.- seguro que me salen uno o dos “amores de mi vida” ¿No crees?
-    Comparto con su señoría hasta la última de sus palabras, milord.
-    Además, recuerdo las palabras de otro hombre sabio que decía algo así como que la felicidad está hecha de pequeñas cosas: Un pequeño yate, una pequeña mansión, una pequeña fortuna.
-    Creo que fue Groucho Marx quien lo dijo, milord.
-    Pues un hombre sabio, Ejeves, un hombre sabio.
-    Indudablemente, señor.
-    Pues nada Ejeves, está decidido. La caja de caudales. Así que puede usted obrar en consecuencia.
-    Me alegro enormemente de su decisión milord. Así que ahora si me hace su señoría el favor de estarse quieto un momento mientras chasqueo …
-    Una cosa Ejeves. 
-    Diga, milord.
-    Me gustaría que la caja de caudales eternamente llena en vez de estar eternamente llena de la divisa en curso estuviera eternamente llena de oro. Ya sabes, por lo de que el oro es un valor seguro y tal. ¿Puede ser?
-    Sin duda que es una sabia elección, milord.
-    Pues dale caña Ejeves.
-    ¡Concedido! ¡Chask!

Pasado un tiempo conocí a una mujer que se hospedaba en el mismo hotel de Montecarlo en el que yo estaba. Intimamos y acabamos compartiendo durante varias semanas una fantástica suite con unas maravillosas vistas al mar Mediterráneo. Quiso la casualidad que descubriéramos que los dos teníamos más cosas en común de lo que pensábamos. El origen de nuestras fortunas compartía una misma procedencia. Un genio flotante de color caramelo que usaba bombín tenía acento británico y era escrupulosamente educado en su manera de hablar. Gracias a ella volví a saber de Ejeves y me enteré de un par de cosas que me hicieron soltar una carcajada. La primera fue que ya no era el genio de la bombilla incandescente. Por lo visto, mi torpeza le había obligado a seguir evolucionando y ahora era, como no podía ser de otra manera, el genio de la bombilla de bajo consumo. Y la otra cosa de la que me enteré es que ya no eran dos los deseos que  le eran imposibles de conceder. Resulta que había añadido otro más y ahora eran tres:
 Resucitar a los muertos. Conceder la vida eterna y… Proporcionar felicidad duradera.



PS: Ejeves está lejana y chapuceramente basado en el genio de todos los mayordomos, Jeeves, personaje del escritor Woodehouse. Si no lo conocen, no pierdan más tiempo y corran a conseguir cualquier libro de la saga de Jeeves.