domingo, 14 de febrero de 2016

CARNE (Finales alternativos)

¡Odio esta maldita carne blanda que conforma mi cuerpo! Es débil, flácida, imperfecta, se arruga y deforma y según pasan los años y las enfermedades se pudre, se corrompe y duele. Duele con un corrosivo dolor pegajoso, continuo y obstinado que entra en tu vida casi por sorpresa, de improviso, como ese familiar poco querido que se presenta sin que lo esperes, acoges una noche por cortesía y cuando te quieres dar cuenta estás compartiendo casa y vida con él.
Llevo ya tantos años lamentándome de esta fofa carne traidora que ni tan siquiera recuerdo el último día que pasé sin un dolor. No hay jornada en la que no amanezca con una nueva molestia, un viejo achaque o una imprecisa dolencia que maltrata mi cuerpo y con él también a mi espíritu.
Huesos, músculos, tendones vísceras... todas las partes del cuerpo se conjuran contra mí en una tortuosa y macabra danza que bailan en mi interior sin que pueda hacer nada para evitarlo. Al contrario, ya que además todo se ve agravado con la no menos dolorosa certeza de que el paso del tiempo, lejos de aliviar algo, no hará otra cosa sino empeorar las cosas y encontrar nuevos modos y órganos donde añadir dolor. Dolor... Dolor... Siempre más dolor... Dolor sobre esta odiosa carne que lentamente se va corrompiendo ante mis ojos.

Y luego está el cansancio. El dolor te sumerge en un inacabable cansancio denso y profundo en donde el aire que te rodea parece tomar la consistencia del agua y cada paso, cada movimiento que haces supone un terrible esfuerzo de tu trémula carne lasa e imperfecta que se niega a funcionar. Los pulmones están cansados de respirar, el corazón está cansado de dar latidos, el cerebro se cansa de obligarlos a funcionar y tu sientes que te bastaría dejarte ir por un momento, abandonarte y dejar de luchar para que todo dejara de funcionar de una vez y pudieras, al fin, descansar.

Pero no. La carne es terca y el instinto de supervivencia poderoso por lo que no te abandonas y luchas. Luchas por sobrevivir un día más. Un día más sin esperanzas. Un día más de dolores. Un día más de ver como tu carne se corrompe... pero un día más al fin y al cabo. Y a ciertas edades, cada día ganado es una victoria.

Por todo esto, cada segundo que paso respirando, lamento más y más el terrible error que cometí en mi infancia. Pero deben comprender, yo no era más que un crío, un chaval inexperto que lo único que quería era crecer, hacerme mayor y convertirme en un hombre de verdad. ¡Oh dios! Lo deseaba con todas mis fuerzas. No había cosa en el mundo que anhelara con más ahínco.
¡Maldita sea la hora en que tomé aquella decisión! ¡Qué terrible error! ¡¿Por qué nadie me dijo lo que era hacerse viejo?! ¡Ay si pudiera volver! Cambiaría mi decisión sin dudarlo ni un minuto, me negaría a convertirme en un hombre, no crecería y así podría seguir siendo todavía el niño que era entonces.
En aquel tiempo yo era indestructible. No me afectaba nada, ni frío, ni calor, ni hambre, ni cansancio. ¿Y el dolor? Para mí el dolor no existía. Eso era cosa de los demás que eran unos quejicas. A mí nunca me dolía nada y no importaba lo duro que fuera el golpe, ni la altura de la que caía, ni las vueltas que diera antes de aterrizar en el suelo. Simplemente me levantaba, me sacudía el polvo y seguía con mis juegos. Y si acaso lloraba no duden de que era más por llamar la atención que porque me doliera realmente.


¿Y qué eran los días o las semanas o los meses sino más oportunidades para retozar? Cuando era un chaval el paso del tiempo tampoco existía. El desgaste de mi cuerpo se arreglaba con un ligero lijado y algo de barniz y si por algún motivo y a pesar de todo, un miembro se me rompía, se cambiaba por otro nuevo y listo. ¡Aquello era vida!

Y sin embargo, ahora, ya me ven ustedes. Yo, el ínclito Pinocchio, convertido en un viejo decrépito que no sabe hacer otra cosa que contemplar como se va descomponiendo su fofa carne.
¡Aah... lo que daría por ser de nuevo un niño de madera!