jueves, 7 de julio de 2011

Otras Vidas

No sé cómo he llegado a este lugar ni que es lo que hago aquí. Estoy sentado en una incómoda silla de metal y con el cuerpo recostado sobre una mesa cuadrada del mismo frío material. Levanto lentamente la cabeza y observo el lugar en el que me encuentro con la misma sensación que cualquier turista del montón que contempla unas antiguas ruinas, sabe que lo que está mirando es peculiar, pero no tiene ni puta idea de lo que es.
Me reincorporo del todo apoyando mi espalda sobre el rígido respaldo recto de la silla y con la vista recorro el lugar. La habitación es cuadrada, no muy grande, unos seis o siete pasos de lado y las paredes parecen estar hechas del mismo y gris metal inerte que el del triste mobiliario. La silla y la mesa (y por lo tanto yo) nos encontramos justo debajo de una melancólica bombilla que cuelga solitaria en el centro del techo y que parece irradiar una luz tan gris como todo lo que me rodea.
Yo diría que lo  único destacable del lugar es una puerta cerrada y negra que se encuentra en la pared de mi izquierda y un gran espejo que ocupa toda la mitad superior de la pared que tengo enfrente, donde me veo reflejado, y que recuerda sospechosamente a esos que salen en las pelis de policías, ya saben, de esos que se colocan en las salas de interrogatorios para poder ver, sin ser vistos, al reo culposo que se tiene preso. El único problema es que yo no soy ningún reo ni he cometido culpa alguna, al menos que yo sepa. Así que, por si acaso alguien me está observando, decido hacerme el valiente simpático y sacando a relucir mi mejor sonrisa levanto la mano y la empiezo a mover de un lado a otro en señal de saludo.
-    ¿Hola? ¿Hay alguien ahí?
Me estoy viendo en el espejo sonriendo y saludándome a mí mismo como un idiota cuando de improviso la puerta de mi izquierda se abre de golpe haciéndome dar un bote sobre el asiento y guardándome la mano con la que saludaba como si estuviera haciendo algo malo.
En la habitación, como una exhalación, entran dos personas. Son un hombre y una mujer ambos vestidos al más puro estilo fashion funcionario de rango. Es decir, él llevando gafas oscuras, traje azul marino imitación Pierre Cardin con corbata y pulcra camisa blanca y ella, blusa blanca hasta el cuello y falda de tubo, hasta justo encima de las rodillas, y ligeramente ajustada. 
Se sitúan enfrente de mí, de pié, mirándome con los brazos cruzados sobre el pecho y sin decir nada haciéndose un rancio silencio que parecía no romper nadie hasta que me decidí a hablar. O a intentarlo
-    Hola… Buenas tardes… Bueno… O días, no sé… Verán… Es que…  ¿Podrían decirme ustedes dónde…
-    ¡No te hagas el listo con nosotros! – Vociferó el hombre cortando en seco mi patético balbuceo y echándose hacia delante mientras me señala con un dedo acusador continúa gritándome. – Sabemos perfectamente quien eres.
-    ¡¿Ah sí?! ¿Y quién soy?
Tengo que reconocer que el tío era condenadamente rápido pues ni vi llegar el bofetón a mano abierta que me estalló en la cara y que me hizo caer de la silla. Por lo visto el hombre se había tomado a mal mi pregunta pensando que le vacilaba cuando puedo jurarles, que en ese momento, buscaba y rebuscaba en mi cerebro, que continuaba rebotando dentro del cráneo por culpa del bofetón, sin ser capaz de encontrar mi nombre o quien era yo. Empezaba a asustarme de verdad.
Me incorporo como puedo con el pitido del sopapo aún zumbando en mi oído y no había terminado de sentarme del todo en la silla cuando volvieron las preguntas. Esta vez fue la mujer, con una voz chillona que se clavaba en mi cabeza como una aguja de coser.
-    ¡Sabemos quien eres pero no tus intenciones! ¡Dinos! ¿Cuáles son tus intenciones?
-    ¿Intenciones…? No les entiendo… -Respondí de nuevo con mis balbuceos, pero esta vez echando la cabeza ligeramente atrás y con las manos un poco levantadas por si volaba de nuevo alguna galleta.- Si se explicaran un poco más… Yo les prometo que…
-    ¡Estoy harto y mi paciencia se ha acabado! –Tomó de nuevo la palabra el hombre.-  ¡Tienes diez segundos para decirnos cuáles son tus intenciones!  Diez….
No sabría explicarles la sensación que sentí cuando vi como el hombre  metía su mano en la chaqueta, casi a la altura del pecho, y sacaba su pistola apuntándome directamente mientras desgranaba su tétrico conteo. Podría decirles que un gélido terror me recorrió entero de pies a cabeza. Podría decirles que mi rostro palideció como el de un cadáver, que mis manos temblaban y que las palabras no atinaban a salir de mi garganta. Podría decirles todo eso y aún así seguiría quedándome muy lejos de expresar con exactitud  la angustiosa sensación que me invadió en ese momento.
-    Pe… Pero… ¿Se ha vuelto usted loco? –Atiné a decir aunque él pareció no escucharme.-
-    Nueve… Ocho…
-    Si fueran algo más concretos… Si se explicaran algo mejor…
-    Siete… Seis…
-    ¡Por el amor de dios! Si no tengo ni idea de qué me están hablando…
-    Cinco… Cuatro…
. Yo ya no sabía que hacer. Me encuentro demasiado indefenso sentado así que me levanto de la silla despacio, con las dos manos levantadas hacia él en gesto apaciguador. Para nada sirve, el negro cañón del arma sigue mis movimientos y apunta directo a mi pecho.
-    Tres…
Lo veo en su expresión, en su postura, si no le cuento lo que quiere saber me va a disparar estoy convencido.
-    Dos…
-    ¡No pueden hacer esto! ¡No pueden matarme a sangre fría!
-    Uno…
La mujer da un paso hacia atrás, el hombre afianza un poco más su postura de disparo y a mi lo único que se me ocurre es gritar.
-    ¡Vete al infierno mal nacidooo!
Cuando escucho la detonación tensé los músculos de mi cuerpo y hago un movimiento instintivo levantando las manos para tratar de parar el disparo, pero el gesto es tan inocente como inútil y siento un impacto sobre el pecho que me derriba.
Caigo al suelo boca abajo y empiezo a notar el tacto húmedo y tibio de mi sangre que empapa la ropa, el suelo y mi cuerpo. No siento dolor aunque no puedo moverme pero siento lo que ocurre a mí alrededor. Oigo un par de cortos pasos que acercan donde estoy y veo los negros zapatos del hombre al lado de mi cara. Noto el cañón caliente cuando lo apoya sobre mi cabeza y escucho el ruido del arma al amartillarse. Voy a morir –Pienso.- De esta no me saca ni dios… Voy a morir….
Pero no siento miedo, al contrario, me encuentro extrañamente sereno y espero con tranquilidad que se acabe todo. Oigo el ruido como de un martillazo metálico y un golpe en mi cabeza, no muy fuerte ni doloroso, como cuando te dan con la punta de un dedo y después nada… Silencio…
¿Estoy muerto? –Me pregunto.- Tendría que estar muerto. Me han disparado. Lo he sentido. Sin embargo sigo pensando, sigo respirando. Y para estar seguro de esto último tomo una gran bocanada de aire que siento como llena mis pulmones. Entonces… ¿Esto quiere decir que estoy vivo?
En ese preciso momento me despierto, sudoroso, jadeante, cogiendo aire por la boca ruidosamente y con la mano en el pecho. Me palpo todo el cuerpo, me toco la cabeza y todo está en orden. Echo un vistazo a mí alrededor y todo me resulta familiar. Mi cama, mi mesilla, mi despertador, mi espejo en la pared de enfrente sin nadie que mira por detrás… Estoy en mi cuarto, en mi casa.
-    ¡Todo ha sido  un sueño! – Grito en voz alta solo en mi cuarto.- ¡No ha sido más que un puto sueño!
Suspiro aliviado y sonrío… Sin embargo… Aún siento en mi boca el regusto del miedo, en mi corazón la presión de la incertidumbre y en mi cabeza y pecho las molestias de los impactos que recibí. Y es que era todo tan real. Se parecía todo tanto a la… a la vida, que todavía tengo mis dudas sobre lo que realmente ha sucedido.
El chirriante sonido del despertador que comienza a sonar me saca de mis pensamientos con un  sobresalto. Es hora de ponerse en pié y creo que marchar al trabajo es lo mejor que puedo hacer. Pensar en otras cosas me vendrá bien. Además, los sueños se desvanecen de tu memoria rápidamente, nada más levantarse, como si su recuerdo quedara enredado entre los pliegues de las sábanas.
Pero en esta ocasión no ocurrió así. Llegué a la oficina y lejos de haberse ido difuminando el recuerdo del sueño, éste se había acrecentado y lo recordaba todo al detalle. Las conversaciones, las sensaciones, los sentimientos. Tan ensimismado iba en mis pensamientos, que ni siquiera presté atención a lo que comenzó decirme mi secretaria y, dejándola con la palabra en la boca, me metí directamente en mi despacho cerrando la puerta tras de mí.
Me senté en mi cómodo butacón reclinable y girando 180º me puse a mirar por el gran ventanal que ocupa casi toda la pared del despacho,  desde el que tengo una envidiable vista de la ciudad que se extiende a mis pies y que resulta mi sitio favorito para pensar.
Pero mi pensamiento esa mañana era monotemático. No podía quitármelo de la cabeza. Todo parecía tan auténtico, se sentía todo tan profundamente. Sin embargo, comencé a darme cuenta de una cosa. En vez de sentir miedo o aprensión que sería lo lógico después de un sueño tan traumático, sentía en su lugar… No sabría como decirlo… ¿Liberación? Algo así como si me hubiera quitado un peso de encima y me hubiera librado de miedos y temores que me atenazaban.
Unos nudillos llamando a la puerta de mi despacho me sacan  de golpe de mis pensamiento y girando de nuevo la butaca me sitúo otra vez en frente de la puerta.
-    Adelante.
La puerta se entreabre y por el hueco veo aparecer tímidamente la cabeza de mi secretaria.
-    Señor. Perdone que le moleste. No quiero interrumpirle pero…
Pobrecilla. Supongo que está un poco asustada después de mi extraña llegada de hoy en la que no le he contestado siquiera los amables buenos días con los que me recibe siempre.
-    Pase. Pase. –Le dije con mi mejor sonrisa.- Y buenos días que antes he sido un poco desagradable.
-    Oh. No se preocupe señor. –Me contesta ya con el cuerpo entero dentro del despacho.-  Pero ya me imaginaba yo que hoy pasaba aquí algo raro.
-    ¡Caramba! ¿Y por qué dice eso?
-    Por el modo en que ha llegado usted a la oficina y, sobre todo, por los extraños señores que están esperándole desde antes que usted llegara.
-    ¿Extraños? –Pregunté sorprendido.- ¿Por qué extraños?
-    No sabría decirle, pero me parecen algo…..algo siniestros, señor. - Se interrumpió un momento. Juraría que porque le recorrió un escalofrío.- Quise advertirle de su presencia cuando llegó, pero no me dio oportunidad.
-    Bueno…¿Y quiénes son? ¿Qué quieren?
-    No lo sé señor. – Me contestó bajando la cabeza avergonzada.- Se lo he preguntado varias veces pero insisten que es algo personal, urgente y muy importante.
-    Vale, Vale… Debo de reconocer que me pica la curiosidad. Veamos que quieren. Dígales que entren.
Me quedo solo, colocando y poniendo en orden algunos papeles que campean por encima de mi escritorio cuando de nuevo suenan los nudillos sobre la puerta y esta comienza a abrirse. Levanto la mirada y cuando por fin se abre del todo y puedo ver a mis dos visitantes me pongo en pié de un salto, como impulsado por un resorte. Si por la puerta hubiera entrado el mismo Belcebú agarrado del brazo de Teresa de Calcuta no me hubiera sorprendido ni la mitad.
-    ¡¡¿Vosotros?!!
Eran ellos. Ella y él. Con sus gafas negras él y su falda de tubo ella. Con su mismo amenazador y tenebroso aspecto que se acercaron hasta situarse enfrente de mí quedando entre ellos y yo la corta distancia de mi mesa.
-    ¿Qué hacéis aquí? Esto es imposible…  -Exclamé mientras me rasco la cabeza a dos manos.- Vosotros no sois más que parte de un sueño y no deberíais estar aquí. Es imposible.
-    Venimos para continuar con la charla que dejamos a medias. –Dijo el hombre dejando entrever sus dientes en una media sonrisa.- Te repetiré la pregunta por si ya no te acuerdas… ¿Cuáles son tus intenciones?
-    ¡Otra vez!¿Queréis aclararme de una vez que pretendéis? ¿Qué es lo que queréis de mí? –Grité más enfadado que asustado.- No tengo ni puta idea de a que os referís y aunque lo supiera no os lo diría porque no me gusta vuestras formas. Así que si quieres, ya puedes ir sacando la pistola y pegarme otra vez un tiro… No me dais ningún miedo.
La respuesta no se hace esperar. El hombre saca el arma de su chaqueta y contemplo como el cañón, un viejo conocido a estas alturas, apunta de nuevo hacia mi pecho. Yo me quedo quieto, mirando fijamente a sus inescrutables gafas oscuras, con los brazos extendidos a media altura para exponer mejor mi cuerpo y arrostrar la muerte dignamente si era eso lo que tenía que llegar. Hay un momento de silencio, de confusión creo yo, al ver mis atacantes el temple con el que afrontaba la situación. Y créanme si les digo que el primer sorprendido de todos era yo pero lo cierto es que en mi interior estoy tranquilo, sereno y no siento miedo. Lo único que me preocupa, que perturba en algo mi ánimo, es la posibilidad de que el asunto se alargue, que no sea rápido, que sienta dolor.  Pero no creo que este sea el caso ya que he conocido, en carne propia, las habilidades del sujeto y puedo decir que es un profesional.
De pronto, la mujer, alarga su mano para bajar el brazo que sujeta el arma mientras que con su cabeza hace un suave gesto de negación hacia su compañero. El hombre responde con un gesto afirmativo, guarda la pistola y luciendo en su boca otra media sonrisa canalla comienza a decir:
-    Creo que hoy es tu día de suerte. Después del último fiasco contigo tenemos órdenes de usar cualquier medio para conseguir la información, pero preservando a toda costa tu vida.
No puedo evitar dejar escapar un suspiro de alivio, relajar un poco mi cuerpo, rígido y tenso desde hacía un rato y hasta permitirme el lujo de sonreír tímidamente.
-    Yo que tú no cantaría victoria tan rápido. El que tengamos que preservar tu vida no quiere decir que tengamos que preservar también tu integridad física. –Dijo el hombre a la vez que señalaba a la mujer quien, sin decir nada,  comenzó a levantarse su falda para dejar al descubierto un espléndido muslo y con él, sujeto a un liguero, un acerado estilete de unos doce centímetros de hoja de doble filo, uno cortante como una cuchilla y otro con dientes de sierra. -   Aquí mi compañera, donde la ves tan callada, tiene paradójicamente la valiosa habilidad de hacer hablar hasta a los mudos y con la no menos valiosa especialidad de saber estar bordeando la muerte durante horas, días o semanas si es preciso.
Trago saliva y empiezo a sospechar que mi pequeña victoria ha sido tan efímera como mi sonrisa. Es como si hubieran leído mi mente y atacan a mi peor miedo, mi único miedo, el dolor. Creo que se impone una maniobra evasiva, no queda otra. ¿Pero cómo? Por delante los tengo en frente bloqueando mi camino hacia la puerta y pensar en romper el ventanal que tengo a la espalda y saltar está desechado, los diez pisos que me separan hasta llegar al suelo lo desaconsejan.
Estaba valorando la posibilidad de coger el pisapapeles de cuarzo rosa que tengo sobre la mesa, estampárselo en la cara al hombre y con la mujer ya vería lo que hacía, cuando de pronto sentimos que alguien llama a la puerta. Acto seguido la puerta se abre pudiendo ver a mi secretaria que, supongo, traería algún mensaje urgente.
Yo en cambio lo que veo son las puertas del cielo que se abren ante mí con su correspondiente ángel, en forma de secretaria, a la entrada. Tengo que aprovechar esta oportunidad. Mis atacantes al oír la puerta se giran para ver que ocurre, momento en que yo aprovecho para subir a la mesa de un salto y de otro salto pasar, pateando por el aire, entre la amenazante pareja.
A la mujer la alcanzo con una patada en la cara, no puedo decir que lo siento, que la hizo caer de espaldas, y el hombre, del que ya comenté que era endiabladamente rápido, pudo esquivar mis pies en el último momento y simplemente trastabilló unos pocos pasos hacia atrás pero suficientes para darme el margen de poder escapar.
Me dirijo hacia la puerta y paso como una centella por delante de mi asombrada secretaria a la que no pude por menos de decirle un rápido:
-    Gracias… Te debo una.
Viéndome fuera del despacho ya sólo me queda correr, correr como si me persiguiera la peste, como si mi vida dependiera de ello y puede que así fuera.
Atravieso corriendo las oficinas y los pasillos y corriendo bajo las escaleras. Corriendo paso por el vestíbulo y corriendo salgo a la calle donde sigo corriendo por las calles, corriendo por las avenidas, por las plazas. Continúo corriendo hasta dejar atrás la ciudad y corriendo atravieso valles, subo montañas y vadeo ríos. Corriendo y corriendo, corriendo sin parar, sin mirar nunca atrás, solo pensando en seguir corriendo, en escapar.
 Pero llega un momento en que mi cuerpo comienza a decir basta. Las piernas me queman, los músculos se me contraen en dolorosos y duros nudos y mis pulmones no parecen capaces de absorber todo el aire que mi corazón reclama. El corazón me late debocado y el poco aire que consigo aspirar, lejos de reconfortar, me abrasa por dentro. Me estoy asfixiando, me ahogo, no puedo respirar, todo a mí alrededor se oscurece…
Me incorporo en la cama de un salto, sudoroso, respirando con violencia, boqueando como un pez fuera del agua. Comienzo a sentir la humedad de un reconfortante aire que de nuevo llena mis pulmones y poco a poco empiezo a respirar con normalidad. Trago saliva, me seco el sudor de la frente y echo un vistazo alrededor. No me lo puedo creer. Otra vez estoy en mi cuarto, en mi cama. Otra vez ha sido un sueño. ¿O no? ¿O tal vez es ahora cuando estoy soñando? Me pellizco con fuerza el brazo y siento nítido y claro el dolor. ¿Pero que me indica eso? Hace un rato me estaba asfixiando y lo sentía tan real como el pellizco que me acabo de dar. ¿Entonces cual es el sueño? ¿Antes que me asfixiaba? ¿O tal vez el sueño sea este pellizco, mi cuarto o mi casa?
Me quedo incorporado sobre la cama, aturdido, confuso, cuando de improviso, rompiendo estrepitosamente el silencio que reina en la casa, se abre la puerta del cuarto y por ella irrumpen ruidosamente, como las hordas de Atila, la maldita pareja que me persigue. El hombre se lanza sobre mi pecho, la mujer sobre mis piernas y antes de que pueda darme cuenta de lo que pasa me encuentro acostado boca arriba y atado a las cuatro esquinas de la cama de pies y manos.
Inmóvil, indefenso y aterrado veo como mis atacantes se colocan a cada lado de la cama y desde su elevada y privilegiada posición me observan con superioridad y displicencia.
-    ¡Pero quién cojones sois vosotros! ¡Me tenéis harto!– Chillo con desesperación moviendo a un lado y a otro mi cabeza..- ¡Haced lo que hayáis venido hacer y dejadme en paz de una puta vez! ¡Acabemos con esto ya!
-     Ya te hemos dicho lo que queremos. –Comienza a hablar el hombre. Lo hace despacio, marcando cada palabra, como cuando llevas un rato queriendo explicar algo a un niño y empiezas a perder la paciencia.-  Queremos que nos digas cuáles son tus intenciones y lo puedes hacer por las buenas o por las malas.
Ese “por las malas” lo acompañó con un gesto señalándome hacia la mujer que no me gustó nada.  Cuando giro la cabeza para mirarla veo que mis peores presentimientos se están cumpliendo. La mujer está comenzando a subirse la falda dejando de nuevo al descubierto su muslo, el liguero y el afilado estilete. En otro momento, estar atado a la cama y esa visión podía hasta haberme excitado, pero éste no era ese momento y en vez de eso preferí comenzar a suplicar por mi vida.
-    Os lo juro que no sé a qué os referís. Yo soy un tío del montón con una vida del montón. Nada más que tengo una pequeña empresa con la que intento ganarme la vida lo más dignamente posible y nunca me planteo nada a demasiado largo plazo. Lo que hago hoy me marcará lo que pienso hacer mañana, así de sencillo. No hay más. No sé que más contaros. ¡Dejadme en paz! ¡Por favor!
Se hace el silencio. Yo alterno mi mirada suplicante a un lado a otro. Ora le miro a él, ora a ella. Veo que el hombre agacha la cabeza y la mueve en señal de negación, como diciendo; aquí no hay nada que hacer. Entonces hace una señal a la mujer que comienza a inclinarse sobre mí con su estilete de la mano.
-    ¡No. Dejadme! – Comienzo a chillar con rabia soltando salivazos al aire mientras retuerzo inútilmente mi cuerpo para intentar liberarme.- ¡Dejadme chalados! ¡Qué vais a hacerme!
El hombre se sienta en la cama y me sujeta la cabeza con sus dos fuertes manos para que no pueda girarla. Entonces la mujer acerca su mano a mi cara y con sus dedos pulgar e índice agarra mi párpado tirando de él hacia arriba.
Dejo de gritar y completamente aterrado me comienzo a preguntar qué va a hacerme. Aunque si había una pregunta estúpida en ese instante  era precisamente esta. Todos sabíamos lo que me iba a hacer.
Acerca a mi parpado levantado su afilado estilete y suave, lentamente comienza a cortármelo.
Siento el lento chirriar del filo que se mueve con pausada cadencia atrás adelante, adelante atrás, en un ritmo tranquilo y sosegado Comienzo a sentir como el metal saja la piel de mi párpado, los tendones, el músculo y empiezo a chillar. Chillo con toda la fuerza de mis pulmones. Chillo hasta desgarrarme la garganta. Chillo como nunca pensé que nadie fuera capaz de hacerlo.
Cuando la mujer termina y se deshace del pellejo que era mi párpado tirándolo al suelo con gesto de asco yo continúo chillando, gritando, jurando en todas las lenguas vivas y muertas y maldiciendo a mis torturadores para que se pudran en el infierno más profundo y tenebroso que exista.
-    ¡Vamos! ¡Cada vez nos queda menos tiempo!–Dice el hombre soltándome la cabeza.- ¡Dinos de una vez cuáles son tus intenciones!
Estoy confuso y dolorido. Trato de fijar la vista en quien me habla pero veo borroso. Mi ojo sin parpado me escuece por la sangre y veo todo teñido de un rojo diluido. Intento pestañear para aclarar la visión pero mientras un ojo se aclara aceptablemente, pero en el otro… en el otro ya no tengo pestaña. Cierro los dos ojos pero por uno sigo viéndolo todo rojo borroso. ¡Cielo santo que sensación!
-    ¡Yo sólo quiero vivir! –Digo mientras comienzo a llorar abiertamente.- ¡Mi única intención es vivir!
-    Para vivir tienes que saber sufrir y eso ya tenemos claro que lo has aprendido –Me grita el hombre justo al lado de mi cara.- Eso no nos basta. Tenemos que saber cuál es tu intención a partir de ahora. ¡Vamos! ¡Dilo!
-    No lo sé. Os lo juro. –Contesto gimoteando y moqueando.- ¡Pero qué clase de personas sois vosotros! ¡No sois humanos!
El hombre me vuelve a sujetar la cabeza  a la vez que le hace otra seña a la mujer quien se abalanza como una carroñera sobre mi otro párpado.
-    ¡Nooo! –Chillo desesperadamente.- ¡Quiero despertar! ¡Lo único que quiero es despertar! ¡Solo quiero despertar!
En ese preciso instante todo se oscurece y parece quedarse en calma, en silencio. El dolor cesa de golpe, las ataduras ya no me mantienen sujeto a la cama y a mí alrededor sólo siento calma y sosiego. De pronto la luz regresa y sigo acostado en la cama, boca arriba, pero no es mi cama y no es mi cuarto. La luz es tenue el techo es blanco y huele a desinfección. Giro a cabeza a mi izquierda y sobre una mesita con ruedas veo una par de máquinas con números luminosos y líneas verdes que suben y bajan. Vuelvo la cabeza hacia la derecha y veo un gotero de donde cuelga una bolsa de suero del que sale un tubo de plástico que  termina en mi brazo. Estoy en un hospital.
Trato de incorporarme y en ese momento una de las máquinas que me acompaña comienza a emitir un tímido pi-pi-pi acompañado de una luz roja intermitente. Casi al momento, la puerta de la habitación se abre y veo aparecer por ella a chica vestida de enfermera que a paso ligero se acerca hasta donde estoy.
-    ¡Qué fantástico! ¡Se ha despertado! –Me dice mientras que con una pequeña linterna enfoca sin piedad mi retina para ver si reacciona.- Estábamos muy preocupados por usted.
La inspección ocular me recuerda el episodio de mis amigos con mis pestañas y, lentamente,  llevo mi mano hasta la cara para tocarme el ojo. Lo tengo tapado, una venda cuidadosamente colocada lo oculta. .
-    No se preocupe por su ojo. El doctor ha dicho que se pondrá bien y volverá a ver normalmente por él. –Dice la enfermera al verme y continúa.- Aunque ha estado a punto de perderlo. Ha habido que operárselo varias veces. La última esta mañana. 
Extrañado y sin decir nada continúo mi inspección con la mano y llego hasta mi cabeza donde toco otra venda que me la cubre por completo. Mis gestos y mi cara de desconcierto debieron de ser suficientemente elocuentes pues la enfermera empezó a contarme.
-    Por lo que veo no tiene muy claro lo que pasó. Tuvo un grave accidente con su coche. Su parte médico daba miedo verlo. Politraumatismos, laceraciones, hemorragias internas, conmoción cerebral. Las lesiones más graves han sido en el pecho y el ojo. Bueno y la cabeza. Lleva más de una semana inconsciente.
-    ¿Entonces he estado en coma?  Eso explicaría porque no recuerdo absolutamente nada, ni siquiera me acuerdo de quién soy.
-    La verdad es que los médicos no se han atrevido a decir que usted estuviera exactamente en coma. Su encefalograma se salía del gráfico, registraba una actividad cerebral muy superior a la normal, incluso a la de un hombre despierto y en plena actividad.
-    Vaya… No me extraña con los sueños que he tenido. –Sonrio para mis adentros y pregunto a la enfermera que andaba entretenida toqueteando las máquinas.-  Perdone. ¿Sabría decirme a que me dedico? Es que soy incapaz de recordarlo.
-    Oh sí. Es usted profesor en la universidad. Y no se preocupe por lo de su memoria. Suele ser normal. Poco a poco la irá recuperando.
-    ¿Profesor? Quién lo diría. ¿Sabe? En mis sueños era empresario y tenía despacho propio con vistas. Hasta secretaría tenía.
-    Esta claro que en su coma ha estado viviendo un sueño.
-    Más bien diría que he estado soñando una vida.
-    Vaya. Qué filosófico y profundo que se ha despertado usted. –Dice la enfermera mientras ríe con una risa franca y abierta.- Ya sabe usted lo que dicen, eso de que la vida es sueño…
-    Y los sueños vida son. –La interrumpo para acabar a mi manera la frase del genial Calderón.-
-    Lo que yo digo. Filósofo perdido. Pues que yo sepa no es usted profesor de filosofía. –Y volvió a reír con esa risa sincera.- Por cierto. Debo decirle que, casualmente, poco antes que usted despertara han venido unos señores preguntando por usted. Un hombre y una mujer.
Al escuchar esto un escalofrío, como una descarga eléctrica, sacudió todo mi cuerpo y de nuevo, a pesar de lo débil que me sentía, hice un esfuerzo por incorporarme un poco. Pude levantarme para ver la puerta abierta que me quedaba justo enfrente y a través de ella los vi. Las gafas de sol y la falda de tubo ocultando el estilete.  Estaban de pie, en el pasillo, mirando hacia mí y con una sonrisa en sus bocas, sonrisas que hicieron estremecerme,  y saludando con sus manos en un gesto que no me quedaba claro si era para decirme “hola” o “adiós”. La enfermera, al percatarse de su presencia y de mi reacción, se acercó hasta la puerta cerrándola de golpe y haciéndolos desaparecer de mi vista. A pesar de eso, me quedo incorporado, con el cuerpo tenso, expectante, observando atentamente la puerta esperando que de un momento a otro se abra o la tiren y entren como una estampida salvaje directos hacia mí. Sin embargo, el tiempo pasa y nada ocurre. La puerta permanece cerrada, nada se oye y nada se mueve a excepción de la enfermera que sigue enfrascada en sus quehaceres por la habitación ajena a todo.
Cuando mis brazos al fin se niegan a seguir aguantando el peso de mi cuerpo y casi convencido de que no van a volver a entrar, me dejo caer de nuevo sobre la cama soltando un resoplido de cansancio y alivio.
-    Que casualidad que se hayan presentado justo antes de que usted despertara ¿Verdad? –Dijo la enfermera mientras seguía con sus cosas. Ahora apuntando algo en mi ficha.- ¿Son amigos suyos?
-    Para nada. –Contesto casi escandalizado.- Aunque he de reconocer que puede decirse que, en cierto modo, si estoy despierto es gracias a ellos.
-    No sé como podrían ser capaces de hacer tal cosa. –Replicó la enfermera dejando por un momento de escribir.- Y si así hubiera sido ya les puede estar agradecidos.
-    ¿Y eso por qué? –Pregunto extrañado.-
-    Ya le dije que los médicos estaban muy preocupados por su estado. Las lesiones en su cabeza eran muy graves e imposibles de operar. Estaban convencidos de que si en poco tiempo no veían una mejoría clara o que despertara del todo, entraría en un coma mucho más  profundo e irrecuperable y en las previsiones más optimistas hubiera quedado usted como un vegetal. Así que ya sabe. A ese par de amigos, si han hecho lo que dice que han hecho, puede usted considerarlos como sus ángeles de la guarda.
Arrugo la nariz y niego con la cabeza. La simple idea de considerar unos ángeles a ese par de bestias pardas a los que guardaré rencor toda mi vida y a los que odio y temo a partes iguales, me produce escalofríos. Aunque debo de reconocer que lo que me ha dicho la enfermera me hace reflexionar un momento:
-    Bueno… Supongamos que acepto el hecho de que  han sido ellos los que,  por decirlo de alguna manera, me han “resucitado”… –Hago una pausa, sonrío y digo al fin.- Pues entonces digamos que son mis demonios de la guardia.
 

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