
Llevo
ya tantos años lamentándome de esta fofa carne traidora que ni tan
siquiera recuerdo el último día que pasé sin un dolor. No hay
jornada en la que no amanezca con una nueva molestia, un viejo
achaque o una imprecisa dolencia que maltrata mi cuerpo y con él
también a mi espíritu.
Huesos,
músculos, tendones vísceras... todas las partes del cuerpo se
conjuran contra mí en una tortuosa y macabra danza que bailan en mi
interior sin que pueda hacer nada para evitarlo. Al contrario, ya que
además todo se ve agravado con la no menos dolorosa certeza de que
el paso del tiempo, lejos de aliviar algo, no hará otra cosa sino
empeorar las cosas y encontrar nuevos modos y órganos donde añadir
dolor. Dolor... Dolor... Siempre más dolor... Dolor sobre esta
odiosa carne que lentamente se va corrompiendo ante mis ojos.
Y
luego está el cansancio. El dolor te sumerge en un inacabable
cansancio denso y profundo en donde el aire que te rodea parece tomar la
consistencia del agua y cada paso, cada movimiento que haces supone
un terrible esfuerzo de tu trémula carne lasa e imperfecta que se
niega a funcionar. Los pulmones están cansados de respirar, el
corazón está cansado de dar latidos, el cerebro se cansa de
obligarlos a funcionar y tu sientes que te bastaría dejarte ir por
un momento, abandonarte y dejar de luchar para que todo dejara de
funcionar de una vez y pudieras, al fin, descansar.
Pero
no. La carne es terca y el instinto de supervivencia poderoso
por lo que no te abandonas y luchas. Luchas por sobrevivir un día
más. Un día más sin esperanzas. Un día más de dolores. Un día
más de ver como tu carne se corrompe... pero un día más al fin y
al cabo. Y a ciertas edades, cada día ganado es una victoria.
Por
todo esto, cada segundo que paso respirando, lamento más y más el
terrible error que cometí en mi infancia. Pero deben comprender, yo
no era más que un crío, un chaval inexperto que lo único que
quería era crecer, hacerme mayor y convertirme en un hombre de
verdad. ¡Oh dios! Lo deseaba con todas mis fuerzas. No había cosa
en el mundo que anhelara con más ahínco.
¡Maldita
sea la hora en que tomé aquella decisión! ¡Qué terrible error!
¡¿Por qué nadie me dijo lo que era hacerse viejo?! ¡Ay si pudiera
volver! Cambiaría mi decisión sin dudarlo ni un minuto, me negaría
a convertirme en un hombre, no crecería y así podría seguir siendo
todavía el niño que era entonces.
En
aquel tiempo yo era indestructible. No me afectaba nada, ni frío, ni
calor, ni hambre, ni cansancio. ¿Y el dolor? Para mí el dolor no
existía. Eso era cosa de los demás que eran unos quejicas. A mí
nunca me dolía nada y no importaba lo duro que fuera el golpe, ni la
altura de la que caía, ni las vueltas que diera antes de aterrizar
en el suelo. Simplemente me levantaba, me sacudía el polvo y seguía
con mis juegos. Y si acaso lloraba no duden de que era más por
llamar la atención que porque me doliera realmente.
¿Y
qué eran los días o las semanas o los meses sino más oportunidades
para retozar? Cuando era un chaval el paso del tiempo tampoco
existía. El desgaste de mi cuerpo se arreglaba con un ligero lijado
y algo de barniz y si por algún motivo y a pesar de todo, un miembro
se me rompía, se cambiaba por otro nuevo y listo. ¡Aquello era
vida!
Y
sin embargo, ahora, ya me ven ustedes. Yo, el ínclito Pinocchio,
convertido en un viejo decrépito que no sabe hacer otra cosa que
contemplar como se va descomponiendo su fofa carne.
¡Aah...
lo que daría por ser de nuevo un niño de madera!