Los veía casi todos los días. Yo paseaba a mi perro por el parque y ellos llegaban por el sendero.
Son una pareja de ancianos, muy mayores, seguramente con más de ochenta inviernos en sus curvas espaldas. Él la sujeta del brazo mientras ella avanza muy despacio, poniendo con cuidado un pie delante de otro y sin separar la vista del suelo. Seguro que el hombre puede caminar más deprisa pero adecua su paso al de ella con infinita paciencia.
Su vestuario quedó parado en los cincuenta, ella siempre con un elegante moño bien apretado para que afile sus facciones y él tocado con sombrero de ala y un elegante traje gris que, aunque seguro que conoció épocas mejores, el hombre intenta que no desluzca a base de mantener los hombros erguidos. Se adivinan personas desgastadas por el tiempo y la vida pero que mantienen intacta su dignidad.
Tienen su banco preferido, a la sombra de un abundante sauce llorón y siempre que lo encuentran libre se paran en él. Primero, el hombre despliega sobre el banco, un blanco pañuelo pulcramente planchado y luego, con sumo cuidado, agarrando con sus dos manos el brazo de ella, la ayuda a sentarse. El hombre es todo un caballero, de esos que ya no quedan y eso se nota a la legua.
Siguiendo su particular ritual, él continúa un rato de pié, como fiero guardián de su más preciado tesoro y así permanece hasta que ella, con unos golpecitos de su temblorosa mano en el hueco del banco le invita a sentarse, cosa que el hombre hace con gran alivio para sus piernas, aunque trata de disimularlo.
Y allí permanecen tardes enteras sin apenas cruzar palabra ni casi moverse. Tan solo algunos gestos de él para colocar un poco la falda de ella que el viento a levantado o limpiándole con mimo un poco de baba que se le escapa de la comisura de los labios o poniendo su sombrero entre la cara de su esposa y algún molesto rayo de sol que molesto se cuela entre las lacias ramas del sauce.
Me gusta observarlos. Se nota que son una pareja que están hechos el uno para el otro o tal vez haya sido el tiempo, quien a base de malos momentos, el que ha conseguido moldearlos hasta su perfecto acoplamiento. Digo malos por que suelen ser más abundantes que los buenos y además los que logran, si se superan, las más férreas relaciones. De cualquier manera, me inspiran una gran ternura y despiertan en mi cierta sensación de envidia porque, casi con total seguridad, en mi vejez, como en la de la mayoría, estaremos solos.
Hoy el perro, en una de sus carreras, se ha acercado hasta ellos. El anciano le hace un leve gesto con la mano y el animal, curioso, se acerca lentamente olfateando aquella mano desconocida. Él le rasca un poco detrás de las orejas y el perro, agradecido, le devuelve el saludo con el movimiento de su rabo.
-Espero no les haya molestado. –Digo mientras me acerco y trato de agarrar el collar del perro.- Normalmente no se acerca a los desconocidos. Parece que usted le gusta.
-Eso es porque los perros miran de forma diferente a nosotros. –Me contesta mientras sigue acariciándolo.- Una persona sólo vería a un par de viejos inútiles pero ellos ven más adentro y sabe que somos buena gente. ¿Verdad?-Esto último se lo dijo al animal a la vez que incrementaba el ritmo de las caricias y este se retorcía entre las piernas del hombre feliz por aquella rascada extra.-
-Bueno, yo no creo que todo el mundo los vea como viejos inútiles.
Me miró con sus ojos grises, vidriosos y profundos.
-A este mundo no le gusta los ancianos. Ahora la gente piensa que serán jóvenes siempre y nos ignoran o esconden para no recordarles en lo que algún día, inevitablemente, se convertirán.
-Creo que es usted demasiado pesimista. –Le digo mientras trato de sacar a mi perro de entre sus piernas donde seguía recibiendo mimos.- Ya sabe eso que se dice de... “Del viejo, el consejo”
Veo que se le escapa media mueca que parece asemejarse a una sonrisa.
-Tal vez eso fuera antes, cuando en toda aldea, tribu o imperio existía un consejo de ancianos a quien la gente recurría porque ellos eran la experiencia, la sabiduría y la memoria. Pero ahora tenéis tecnología, ordenadores y la “intrenete” esa. ¿Quién necesita la cabeza ida de un viejo?
-Lamento si le ha molestado el comentario, no era esa mi intención...
-No joven, no se apure. –Me interrumpió, ahora con una sonrisa sincera, dejándome ver una perfecta dentadura postiza.- Siéntese un rato aquí con nosotros, su perro parece estar a gusto entre mis piernas y a mi esposa y a mí nos encantaría charlar con una cara nueva.¿Verdad querida?
Ella levantó su cabeza, sonrió y entre su habitual temblor de cabeza adiviné un gesto de asentimiento.
¿Por qué no? Pensé. Parecen buenas personas y llevo tanto tiempo observándolos que me parece conocerlos de siempre. Hicimos una rápida presentación donde intercambiamos nombres y él comenzó a hablar.
-Pues sí, joven. Este mundo no está hecho para los ancianos o por lo menos no tan ancianos como nosotros. A pesar de que cada vez se vive más, a la gente menos le gusta hacerse mayor.
-Si, a veces pienso que vamos más deprisa que el ritmo normal del mundo. La naturaleza nos ha convertido en buenos especimenes hasta que se nos pasa la edad de procrear, después dejamos de interesarle. El ser humano no ha evolucionado para envejecer tanto, todavía no hemos aprendido.
-Dígamelo usted a mi, joven. –Me contesta con voz lastimera mientras echa hacia atrás los brazos, coloca sus manos en los riñones y estira su espalda.- Llevo tantos años con achaques y molestias, que ya mi memoria no encuentra el último día que me levanté sin dolores.
-A usted le quedan muchos años de vida, se le nota que es un hombre duro.
En su cara veo un gesto donde se mezclan resignación y cansancio a partes iguales.
-Dudo que ser un “hombre duro” como dice usted, sea ninguna bendición, al contrario, pienso que es un tremendo castigo. Si tienes más aguante, entonces por lógica, recibes más golpes y aunque se nos note menos, nos duelen como a todo hijo de vecino. Tal vez, si me hubiera rendido antes, ahora podría estar descansando.-Guarda un momento de silencio, duda y mira a su mujer.- Aunque si me hubiera rendido quien hubiera cuidado de esta hermosa mujer.
Le da unas cariñosas palmaditas en la pierna y ella, ruborizándose como una adolescente, se encoge un poco de hombros.
El rostro de él se ensombrece de repente y acercándose un poco y hablando en un susurro me dice:
-Tiene principio de Alzeheimer ¿sabe usted? Me necesita más que nunca y no puedo abandonarla. Ella no lo hizo conmigo.
Yo me quedo callado sin saber que decir y el hombre guarda un rato de silencio con la mente y la mirada perdida en algún lugar que sólo él conoce. Fue un instante, enseguida sus recuerdos volvieron y como si ese momento no hubiera existido siguió hablando.
-Pues si joven, la gente ha perdido completamente el respeto por los ancianos y han olvidado que nosotros hemos sido quienes hemos construido el presente en el que viven. Las personas se han vuelto unas desagradecidas.
Pasamos la tarde hablando y muchas más tardes después de aquella. Yo disfrutaba con las historias que me contaba y me contó muchas. Me habló de cómo pasó la guerra de refugio en refugio y comiendo carne de rata y otras exquisiteces que retorcerían las tripas de un perro pero que gracias a ello sobrevivieron. Me explicó como, después de la guerra, su familia, por oscuros motivos que no me contaba, le persiguió, humilló y le hicieron la vida imposible hasta tal punto, que se vio obligado a auto-exiliarse (y no por motivos políticos que sería lo normal de entonces, si no por razones familiares lo que le resultó infinitamente más doloroso). Huyó a Francia, en plena guerra mundial y se unió a la resistencia francesa. Con orgullo y cierto amargor de añoranza me narró como voló un par de puentes, mató a unos cuantos nazis y colaboró activamente para que el desembarco de los aliados en Normandía tuviera exito. En esa época fue cuando conoció a su mujer, ella también era de la resistencia y lucharon y mataron juntos y eso, me decía, crea unos vínculos muy fuertes. Luego, cuando acabó la guerra, se abrieron paso en Francia entre trabajos esporádicos y diversos negocios con mayor y menor fortuna. Dice que fueron tiempos muy duros, demasiado y una y otra vez me repetía que si no hubiera sido porque se tenían el uno al otro no sabe que hubiera sido de sus vidas.
Yo escuchaba sus historias completamente embelesado. Su forma de contarlas, su tono de voz su adecuado ritmo, hasta el perro, en ocasiones, se quedaba sentado enfrente de él y parecía escucharle.
Aquel hombre rebosaba sabiduría, pero no una sabiduría aprendida en escuelas y universidades, sino una sabiduría madura, templada y forjada a base de vivencias, recuerdos y experiencias.
¡Qué vida más increíble! Y entonces caí en la cuenta que su vida no debía de ser muy diferente de la mayoría de ancianos que andan por nuestras calles y que les tocó vivir una época tan convulsa. Creo que al final, aquel hombre iba a tener razón. Realmente no escuchamos a nuestros mayores y por eso olvidamos nuestro pasado.
De pronto, un día, dejaron de venir. Yo esperaba sentado en el banco y miraba hacia el sendero para ver si los veía llegar, pero nada. Me maldije por no haberles pedido un teléfono o una dirección creo que ya teníamos esa confianza, pero no lo hice y ahora lo lamento.
Pasaron varios días hasta que una tarde, lo vi venir por el camino. Me dio un vuelco el corazón, venía él solo. Ya no traía los hombros erguidos y el traje, arrugado, no le lucía. El sombrero se le perdía en la parte de atrás de su cabeza y avanzaba muy despacio, mirando al suelo. Me puse en lo peor.
Cuando al fin llegó a mi altura, levantó la cabeza y vi como de sus grises y acuosos ojos le salían unas grandes lágrimas que resbalaban por un ensombrecido rostro.
El labio de abajo le temblaba y quiso decirme algo pero sus palabras se confundieron en un amargo sollozo.
En ese instante, se me partió el alma. No hacía falta que dijera nada. Apoyé mi mano en su hombro y le ayudé a sentarse.
Quedamos en silencio. Le miré. Sus arrugas me parecían más marcadas que nunca y el labio no dejaba de temblarle. Sus ojos miraban lejos, más allá del horizonte y más allá del tiempo, con esa mirada especial que sólo los ancianos poseen.
De pronto, esforzándose para que sus palabras rompieran el nudo de su garganta oigo que me dice:
-La he matado.
Noté una descarga en mi interior. Debí quedarme blanco.
-¿Qué… qué es lo que ha dicho usted?
-Qué la he matado, he tenido que hacerlo.
Yo no atinaba nada más que a balbucear. Pero él continuó hablando.
-Me han diagnosticado un cáncer terminal. Me quedan un par de meses de vida. Si yo me voy-Se interrumpió. Un sollozo acudió a su garganta.- Si… si yo me voy ¿Quién iba a cuidar de ella? ¿Esta sociedad? ¿Una familia mala y envidiosa? ¿Usted?
-Pero… ¿Qué ha hecho? ¿Dónde está?
-Está en casa. En la cama. No ha sufrido nada. Parece que está dormida. Le he dado una sobredosis de somníferos y no ha sufrido nada.
Yo no daba crédito.
-¡Pero como viene aquí a contármelo! ¡Está usted loco!
-He venido porque creo que es usted una persona formal y me cae bien. Por eso quiero que me haga un favor. Quiero que diga al mundo que yo no soy de esos cerdos que pegan a las mujeres. Que simplemente no podía dejarla aquí sola, que qué hubiera hecho la pobre sin mí… que todo esto lo he hecho por amor.
-Pero por qué me cuenta esto… Por qué no lo dice usted. Tendrá que entregarse.
Me miró. Su rostro había cambiado. Ahora sus ojos transmitían una rara e inquietante serenidad y su voz sonó con un aplomo que hace un rato no tenía.
-Perdone, pero tengo que dejarle. Ella me está esperando. Ya sabe que no me gusta dejarla sola mucho tiempo.
No sé de donde salió, pero de repente me di cuenta que en su mano tenía un objeto negro y brillante. ¡Era una pistola!
-Recuerde lo que le he dicho… todo esto ha sido por amor.
Levantó la mano, se puso la pistola en la boca y allí mismo se descerrajó un tiro.
qué gran verdades dicen tus personajes. empiezo a pensar que no tienes dientes..hmmm... esto de saber ponerte tanto en la piel del abuelo...
ResponderEliminarUn saludo,
tu nieta
pd: fantástico escrito...
Hola Yoli... Siempre es un placer saber de ti.
ResponderEliminarBueno... todavía tengo mis dientes y, por lo poco que sé, no creo que puedas ser mi nieta, como mucho mucho, mi hija... Vamos, que no soy tan mayor, es más, yo me siento hecho un chaval... :-D
Un saludete.... Nos leemos.
PD: Desde que leí tu "apología del huevo" ahora cada vez que hago un huevo, lo veo de otro modo. El otro día, hasta me salió una lagrimita... Lo dicho, nos leemos.