miércoles, 28 de marzo de 2007

Best Seller


Miro el reloj, son las cuatro de la madrugada y ya he perdido la cuenta del tiempo que llevo aquí, sentado en la penumbra de mi habitación y delante de la pantalla del ordenador. Me duelen los ojos de observar el folio en blanco que me enseña el procesador de textos y sobre todo el maldito cursor parpadeante, que desde hace horas permanece inmóvil en su posición.

Sobre la mesa veo la botella de whisky, que está algo más que medio vacía. El cenicero rebosa de colillas cuyo humo flota ingrávido a media altura en la habitación y la música de Sade que suena en el equipo es lo único que rompe un poco el absoluto silencio de la noche. Me agrada esta sensación, la poca luz, la suave música y el silencio me hacen sentir la única persona del planeta. Pero ni envolviéndome en el mejor de mis ambientes consigo escribir dos sílabas seguidas. Lo cual es un enorme problema, ya que mañana, como muy tarde a las diez de la noche, debo de entregar dos historias para la revista en la que trabajo y en mi cabeza, en estos momentos, lo único que circula son los vapores del alcohol.

Creo que me equivoqué el día que decidí ganarme la vida con esto de escribir. Me animé a ello por mi ilusión juvenil, por los consejos de dudosas amistades y por un libro que escribí y edité pero que, aunque no era malo lo cierto es, que nunca llegó a funcionar. Desde entonces, mi imaginación parece que se bloquea y le cuesta fluir con la soltura que antes lo hacía. Al principio, empecé a escribir porque me divertía. Las ideas fluían a raudales desde mi cerebro hasta las teclas dejándome una agradable sensación por el cuerpo. Sentía como propias las aventuras de mis personajes y con mi imaginación, yo vivía todas y cada una de las experiencias de mis creaciones y lo que era aún mejor, era yo quien manejaba a mi antojo sus vidas, haciéndoles reír, llorar, sufrir o disfrutar cuando a mí me venía en gana. Si uno lo piensa un poco, esto debe de ser lo más cercano que un hombre puede estar de ser Dios.

Pero desde que lo convertí en obligación, esto se acabó. Llegaron los plazos de entrega, las condiciones, la presión de los editores… Todo esta presión ha convertido mi imaginación en algo rígido y duro en vez de flexible y elástico como era antes.

Si lograra dar con esa historia, con ese personaje fantástico que, estoy convencido, vive en algún lugar de mi mente, entonces seguro que las cosas cambiarían. Daría lo que fuera por lograr una historia que me encumbrara, por un best seller que me retirara… Lo que fuera… Por lograr un éxito de verdad, de esos que consiguen, que tu nombre perdure en el tiempo. Pero con mi cochina suerte y la mala racha que arrastro, creo que poca cosa puedo esperar.

En fin, estoy cansado. Me froto la cara con ambas manos. Siento los ojos como dos lucernas y la espalda me está machacando.

Me voy a dar una vuelta, a ver si el aire fresco me despeja un poco y me ayuda a encontrar algo de inspiración porque lo cierto es que ando muy pillado, si pierdo también lo de esta revista, me veo en la calle.

La perra, que estaba adormilada en mi sillón preferido, siente mi movimiento y abre un ojo con el que me observa mientras agarro la chupa y las llaves. Conoce la rutina, esos gestos y a esa hora sólo pueden significar una cosa, un paseo extra y de un alegre salto baja hasta mis pies donde se despereza mientras mueve el rabo.

Salimos y nos acercamos hasta un parque cercano. No hace mala noche. Me enciendo un pitillo y camino por un sendero que discurre entre césped, un par de chopos y un parque infantil.

De pronto, una voz que no esperaba suena a mis espaldas.

-Oye, perdona.

Doy un pequeño respingo y hasta se me cae el cigarro del susto. Me giro y entonces la veo. No se de donde ha salido y no la he oído acercarse pero allí está, entre las débiles luces de las farolas. Es una mujer joven, con un vestido blanco de suave tela, es de una pieza, entallado en la cintura y que le llega a los talones.

Una farola, que sin recato alguno la alumbra por detrás, me permite ver el perfil de unas deliciosas formas. Tiene la carita redonda, el pelo largo y oscuro y aunque las sombras no me dejan ver bien sus facciones, estás se adivinan igual que su cuerpo, preciosas.

-Perdona, lo siento. Sólo quería saber si tenías un cigarro. -Me dice poniendo la mano delante de una sonrisa que quería escapar de su boca.- ¿Te he asustado?

-Si. Estaba en mis pensamientos y no te he oído llegar. –Le contesto tratando de recomponer mi pose de hombre duro, que había quedado por los suelos.-

Saco la cajetilla y le doy un cigarro. Me mira con cara de que tampoco tiene fuego, enciendo el mechero y se lo acerco al cigarrillo. Su cara se ilumina con la llama y confirmo la primera impresión, la chica es una monada.

-¿Qué hace una chica como tú por aquí a estas horas? –Me he lucido con la frase. Está claro, mi imaginación no funciona.-

-No podía dormir y hace una noche muy agradable. –Aspiró el humo del cigarro.- ¿Y Tú? ¿Tampoco puedes dormir?

-Yo estoy trabajando y he salido a despejarme un poco. Es que soy escritor. –No sé porque le suelto esto así en frío, tal vez sea un intento desesperado de mejorar la pobre imagen que hasta ahora le estoy dando.-

-¡Escritor! ¡Qué Guay! ¿Y de que escribes?

-Bueno, de todo y de nada. –Vaya, parece que el salvavidas que arrojé ha funcionado.- He escrito algún libro pero ahora escribo relatos cortos para una revista.

-Caray… Qué emocionante. –Me dice con suave voz y abriendo mucho los ojos.-

-No te creas. Ahora mismo estoy desesperado por que no encuentro ningún tema para llenar mi trabajo. La creatividad, por desgracia, no tiene un interruptor para activar y desactivar… o te viene o no te viene.

-¿Y como son las historias que tienes que escribir? –Su voz transmitía un verdadero interés.-

-Pues… Historias cortas, en las que voy al grano, no me gusta perderme en muchas descripciones. También me gusta escribir en ellas cosas sobre mí, aunque lo mezclo con otras cosas inventadas y todo junto consigue dar personalidad a mis personajes. Intercalo algún dialogo donde cuelo algún ideal o algo que haga reflexionar a quien lo lea. Después añado algo de sexo o violencia, o las dos cosas juntas, por darle un toque más comercial y para rematar… Un final lo más inesperado posible, algo que el lector no pueda ni imaginarse y que cuando acabe de leerlo no le salga decir otra cosa que… ¡Qué cabrón! Así, más o menos, son las historias que escribo… o me gustaría escribir.

Me observa y escucha con una atención casi reverencial, sin perderse ninguna de mis palabras. Realmente le atrae lo que le cuento.

-¿Y que es lo que necesitas? –Me pregunta con la firmeza de alguien que si está a su alcance ayudarte, lo hará.- ¿Qué te falta?

Sonrío. Parece una pregunta sencilla pero su repuesta, en estos momentos, me resulta complicadísima.

-¿Qué me falta?... Pues una buena inspiración, una musa que baje y logre que mi imaginación funcione y me ayude a encontrar a ese personaje que de solidez a una buena historia.

Mientras hablamos o mejor dicho, mientras hablo, continuamos caminando. De forma casi inconsciente seguimos el camino que nos va marcando mi perra y sin darnos cuenta, al menos yo, hemos llegado hasta la puerta de mi casa.

-Bueno.-Le digo.- Aquí vivo yo.

No se mueve, me mira con sus grandes y curiosos ojos y guarda silencio. Yo no sé muy bien que decir.

-¿No me invitas a pasar? –Me dice ella al fin.-

¿Qué pasa aquí? Una monada de niña…¡Me está “tirando los tejos” a mí! No puede ser, aquí tiene que fallar algo, más que nada porque tanta suerte junta, nunca la había visto. Pero… ¿Qué demonios ando dudando? ¡Otra oportunidad así, no se me presenta en la vida!

-Claro, claro… Por supuesto… Pasa. –Le contesto casi tartamudeando.

Entramos en la casa y pasamos al salón. Yo de reojo veo el ordenador encendido, con aquel folio vacío y el maldito cursor parpadeando incansable. Las responsabilidades vuelven a pesar en mi conciencia. ¡Que más da! –Pienso.- Las preocupaciones seguro que mañana van a seguir ahí, pero esta niña no.

-¿Quieres tomar una…?

Sus labios interrumpen mi frase. Empezamos a besarnos con gran dulzura, saboreando cada rincón de la boca del otro. Su vaporoso vestido comienza a deslizarse por sus hombros y discurre por su cuerpo mostrándome, poco a poco, primero sus pechos, luego se detiene en la curva de su cadera y finalmente deja al descubierto toda la esplendidez de su cuerpo desnudo. La abrazo con fuerza y ternura a la vez y siento la suave calidez de su piel sobre mi. Mil veces paseo mis manos por su cuerpo y luego es mi boca la que explora cada poro y cada centímetro. Hicimos el amor durante horas, disfrutando de nuestros sexos hasta la extenuación y acabando sobre el sofá mezclados en un abrazo donde fundimos, aún más, sudor y saliva.

De repente, me doy cuenta y le hablo con un susurro en el oido, temo romper el hechizo.

-Aún no sé quien eres. ¿Cómo te llamas?

Se levanta deshaciendo el abrazo y se pone de pie delante de mi con los brazos en jarras y dejándome observar su orgullosa desnudez.

-¿Cómo que no sabes quien soy? –Su mirada me muestra confusión y asombro a partes iguales.- Si hombre... Yo soy… -Y extiende las palmas de las manos hacia arriba como queriendome empujar a que acabara la frase.

-No sé quien eres… Es la primera vez que te veo en mi vida. No dudes que me acordaría si te hubiera visto antes.

Hace un chasquido con la boca y vuelve a ponerse en jarras.

-Soy tu personaje… hombre. Soy ese personaje que andabas buscando. Tú me has creado, soy fruto de tu imaginación.

-Pero… pero… ¿Qué dices? Tú eres real.

-Soy tan real como tú quieras que lo sea. Necesitabas mi ayuda y me has creado.

-¿Como tu ayuda? En que me has ayudado además de haber echado el mejor polvo de mi vida.

-¿Pero no te das cuenta…? -Mueve la cabeza a uno y otro lado para expresar lo torpe que le parezco.- Ya tienes tu historia. Has creado un personaje, has hablado de ti y hemos dialogado. Luego hemos tenido sexo y ahora toca meter un poco de violencia.

Ella mira a su alrededor como buscando algo. Yo, con la boca abierta, dirijo mis ojos a la pantalla del ordenador y veo que el folio blanco, ya no es blanco y está lleno de palabras que desde aquí no puedo leer. Vuelvo la vista de nuevo hacia ella y veo, en su brazo levantado, una pesada figura de bronce que adornaba mi salón. La base de la escultura es un cuadrado de duro mármol y siento como lo descarga sobre mi cabeza.

El golpe me provoca un agudo dolor que recorre mi cuerpo. Su brazo no tiene mucha fuerza y sólo me levanta un considerable trozo de cuero cabelludo por donde empieza a manar abundante sangre.

Chillo, estoy aturdido, el dolor me provoca nauseas, trato de levantarme pero ella vuelve a golpearme de nuevo y aunque otra vez sin fuerza lo que si tiene es una gran puntería, porque me da exactamente en la herida de antes. Pero la diferencia es que de este viaje me hunde el cráneo. Son curiosas las reacciones del cuerpo humano, el golpe no me ha dolido lo más mínimo, apenas lo he sentido, pero es el golpe que me mata. Caigo y allí quedo inerte.

El caso de mi muerte fue noticia de portada al día siguiente y bastantes días después aún se seguía hablando del tema. La policía habla de suicidio, atípico y extraño, pero suicidio. Según dicen, sufro de trastornos depresivos, ya se sabe, ahora la depresión se ha convertido en la excusa perfecta que a todo el mundo convence, da lo mismo que sea que te encierras en casa y no hablas con nadie o que te has pasado a cuchillo a toda la familia, todo es “depresión”. Pero a la prensa eso no le vale y han encontrado una veta de morbo en mi caso que tratan de explotar y es que ingredientes no faltan. Un escritor aparece muerto sobre el sofá, en su casa, perfectamente cerrada por dentro y con la cabeza destrozada a golpes. Encima, se filtra de la investigación, que en la pantalla del ordenador ha dejado escrito su última historia en la que narra los detalles de cómo ha sido su muerte… Creo que varios editores se han interesado por la historia, se prevé que será un Best Seller e incluso ya se habla de que se va a llevar al cine.

Yo, todavía no sé que fue lo que pasó y en mi actual situación lo único que trato es de olvidarlo. Mi mente creo que hace tiempo que ha dejado de distinguir entre lo que es real y lo que no y he dejado de buscar explicaciones. Lo que si observo con amargura, es que mi cochina suerte no me abandona… Conseguí un best seller y de mí se hablará durante mucho tiempo, la única pega es que me ha costado mi cordura y mi vida… Creo que es un precio demasiado alto por una maldita historia que ni siquiera llego a acomprender.

------------------------ -------------------


Esta historia es para la mejor lectora, Yolijolie, ya que de algún modo, con sus cometarios, se ha convertido en "un personaje" que me ha empujado a escribir estas historias.

Un beso.

PD. La historia también va para el nuevo amiguito/a.... ;-)


domingo, 25 de marzo de 2007

La Niña de la Playa

La verdad que este paseo por la playa me está sentando estupendamente. Hace un día delicioso. El sol caldea mi ropa y transmite a mi piel una reconfortante calidez. La luz es clara, brillante y el cielo no puede estar más diáfano. El mar, apenas si se mueve y las pequeñas olas que llegan hasta la orilla lamen tímidamente la blanca arena dejándola a mi paso, suave, confortable y agradablemente húmeda.

Avanzo descalzo, con los bajos de los pantalones remangados, los zapatos de una mano, la chaqueta colgada del hombro y mi camisa abierta hasta el ombligo. Camino despacio, sin prisa, llenando de aire mis pulmones y por primera vez en mucho tiempo me siento a gusto y liberado de unas preocupaciones de las que ya ni siquiera me acuerdo.
Está mañana me levanté pensando en dar un paseo con el coche, también hace un bonito día para conducir, pero me alegro de haber cambiado de idea. No sé que tiene de especial esta playa pero a medida que avanzo, más animado me encuentro.

Allí parece que veo a alguien. No lo distingo bien todavía pero parece un niño sentado cerca de la orilla, entre el agua y la arena. Me acerco, ya lo veo con claridad. No es un niño, es una niña y con una pala escarba un gran agujero.

-Hola. –Le digo al llegar a su altura.-

-Hola.

Levanta la cara para saludarme y puedo verla bien. Es una niña de unos nueve o diez años, tal vez once que lleva puesto bañador de una pieza. Tiene la cara pecosa y unos grande ojos verdes que miran con sincerad. Su pelo es muy rubio y lleva dos coletas que le caen por los hombros. La niña es un encanto, incluso hasta demasiado encantadora parece, tal cual, sacada de un anuncio de moda.

Me da frío verla así. De acuerdo que el día es bueno y apacible pero el sol no calienta tanto como para estar con el traje de baño entra arena húmeda y un agua que debe de estar condenadamente fría.

De repente caigo en la cuenta, una niña tan pequeña debe de estar con sus padres o con alguien. Levanto la cabeza y miro. Desde mi posición puedo ver una larga banda de blanca playa pero está totalmente desierta, en un montón de metros a la redonda, no estamos más que esa niña y yo.

-¿Estás sola?

-Sí. Yo no necesito a nadie. –Me contesta a la vez que continúa con su incansable excavación.-

-¿Y qué es lo que haces?

-¿No lo ves? Pues un agujero.

No me había parado a observarlo pero la niña, para la poca cosa que era, había conseguido abrir un hueco considerablemente grande. El “agujero” en cuestión era un rectángulo de medio metro de profundidad y por lo menos dos metros de largo por uno de ancho. Pero sin duda, lo más sorprendente, era que las paredes y esquinas estaban excavados perfectamente rectos, casi se diría que a escuadra y que se mantenía en su forma sin que se desmoronara la blanda arena.

-Vaya… Qué agujero más bonito. –Le digo sin salir de mi asombro.- ¿Para que lo haces?

Me miró extrañada, con la cabeza ladeada y con la cara que ponen los niños cuando creen que les estás vacilando.

-Pues para que lo voy hacer. Lo hago para ti, hombre.

-¿Para mi? ¿Y que quieres que haga en ese agujero? –Le contesto riendo.-

-Nada, no tienes que hacer nada. –Habla sin dejar de sacar arena y por su tono, deduzco que está ya un poco harta de mi ignorancia.- Tú te acuestas y yo te tapo. Tú descansas en paz y yo voy a por otro.

Dijo aquello tan seria y tan convencida de lo que decía que yo empecé a asustarme un poquito.

-¿Pero me conoces de algo? ¿Tú quien eres? ¿Cómo te llamas?

Se incorpora y me mira completamente convencida de que yo era bobo o algo parecido.

-¿Quién voy a ser? Soy la muerte, tu muerte.

Ahora sí que debo de tener una cara de estúpido tan grande como un piano.

-¿Cómo… que la muerte? ¿Qué broma es esta?

-Sí hombre. –Me dio una palmadita en el hombro cansada de tener que explicármelo todo.-Ya sabes… La muerte, la parca, la inevitable, el fin, el hado, tu sino, el juicio final…

-Vale… Vale… Lo he pillado. -La interrumpo un tanto enojado.- ¡Mira niña, será mejor que con estas cosas no vaciles! Además, mezclar infancia y muerte no es normal, es antinatural.

-¿Antinatural? ¡Qué tontería! Pocas cosas se me ocurren que puedan ser más naturales que la infancia o la muerte. Tal vez no te encaje, como no te encaja si ves una chaqueta rosa con unos pantalones verde pistacho, pero natural, es de lo más natural. –Se calla y me mira mientras rasca su pequeña barbilla.- Vaya, ya caigo… Ya sé lo que te pasa a ti. Tu esperabas encontrarte con un ser de dos metros de alto, túnica raída, manos huesudas, capucha con un rostro impenetrable y guadaña al hombro. ¿A que sí? –Me enseña una amplia sonrisa y vuelve a darme un golpecito en el hombro.- Esa forma dejé de usarla hace tiempo. Daba un poco de mal rollo y se hacía muy incomodo andar en huesos todo el día cargando con el armatoste ese con el que me cortaba cada dos por tres. He pasado por varias formas, de hombre, de mujer y ahora estoy probando con este de esta niña, llevo unos siglos con ella y aunque es muy cómodo y a mi me gusta, el problema que tengo, es que la gente no me toma en serio. –Abre un poco sus bracitos y se observa durante un instante, convencida de que así no está tan mal.- Bueno, como ya está todo aclarado, sigamos con lo nuestro.

Me agarra del brazo y empieza a tirar de mí hacia el agujero.

-¡Suéltame! ¡Qué tontería es esta! ¡Yo no estoy muerto y creo que tú tienes una mente demasiado retorcida! ¡Vaya tela de niña!

Con un manotazo suelto su mano, me doy media vuelta y me dispongo a marchar.

-Entonces… ¿De verdad que no sabes que te ha pasado? ¿No recuerdas el incidente con tu coche?

Su tono de confusión sincera y el detalle del coche me hace frenar en seco y me vuelvo a girar encarándome a ella.

-¿Qué has dicho del coche? Es cierto que esta mañana pensé en cogerlo pero creo… creo que al final vine a pasear a la playa…

-Apuesto que no sabes como has llegado hasta esta playa. –Me dice mostrándome una traviesa sonrisa.-

Empiezo a dudar. Ella me mira con inquisidores ojos como obligándome a que yo hurgara en algún lugar un poco mas profundo de mi cabeza al que no quería llegar.

-No sé… Tal vez… Al final si cogí el coche...

Cierro los ojos, me rasco la cabeza y hago un esfuerzo por recordar. Algunas fugaces imágenes empiezan a pasar por mi mente. Me veo cogiendo el coche, como había decidido por la mañana, y me monto en él. El día es claro y decido tirar por la carretera de la costa. En el CD pongo un tema de Bach, una pieza de los conciertos de Brandenburgo, me encanta Bach. Me enciendo un buen petardo de maría que me había preparado antes de salir y a la vez que aspiro la primera calada el automóvil comienza a avanzar. La carretera es sinuosa y transcurre cerca de acantilados donde, varios metros más abajo, el mar rompe sobre milenarias y graníticas rocas. Nada raro ocurre, me conozco el camino al dedillo y avanzo despacio, deslizándome por las curvas, disfrutando del día, de la música y del velardo que humea en mi mano. Pero de repente… Sí, ya empiezo a recordar. La música deja de sonar, bajo un instante la vista para cambiarla y cuando vuelvo a mirar al frente… Un dichoso perro, que no sé de donde demonios ha salido, está parado en mitad de la carretera. Me sorprendo, doy un volantazo para no atropellarlo y el coche empieza a caer…. ¡Dios mío… la roca!

Me cruzo los dos brazos como para evitar un impacto que en mi cabeza veía como real y cayendo de rodillas sobre la arena, rompo a llorar.

La niña se acerca mí. Comienza a acariciarme el pelo y con el dedo me señala un lugar en la lejanía, allá donde el mar rompe contra los acantilados.

-Mira allí. ¿Ves esa columna de humo que se levanta entre las piedras?

Asiento con lágrimas en los ojos y moqueando.

-Eres tú.

Su cara queda a mi altura y al hablarme siento su frío aliento en mi rostro. Es un aliento sin calor, sin vida, nada más que aire saliendo de la boca para empujar unas palabras. Empiezo a darme cuenta de mi negra situación y una oleada de nauseas invade mi estomago.

-Venga, venga, no es para tanto. –Me dice mientras tira de mi brazo para incorporarme.- Ahora que todo está definitivamente aclarado vamos, tengo muchas cosas que hacer.

-Pero de qué va esto ¿Qué vas hacer conmigo? –Le digo resistiéndome a asumir mi destino.-

-Ya te lo he dicho. Yo tan solo soy un mediador. Mi misión es meterte en el agujero y creo que luego viene eso de la luz blanca y esas cosas…

-¿Y que hay luego? –Le pregunto casi sin atreverme.-

Me mira con media sonrisa en la cara y con su pequeño dedo me hace gestos para que me acerque como si fuera a confesarme algo que sólo nosotros dos podemos escuchar.

-Creo que nada. –Me dice en un susurro muy cerca de mi cara y luego se aleja de mí profiriendo una estridente y sonora carcajada de niño-

-¿Cómo que nada? –La verdad es que nunca he creído que exista nada después de la muerte, pero en la tesitura que me encuentro en estos momentos, deseo fervientemente estar equivocado, por eso rebusco en mi cabeza algo donde agarrarme, me resisto a aceptar esto así, sin más. – Creo que era Albert Einstein quien si creía en un más allá. Lo defendía apoyándose en una de las leyes de la física más básicas, esa que dice: “La energía ni se crea ni se destruye, se transforma.” Así que nuestra energía a algún lado tiene que ir, no puede desaparecer sin más… Y si eso lo dice Einstein….

La niña se dio media vuelta. Se le habían encendido los mofletes y fruncía el ceño. Creo que se estaba enfadando.

-¡No sé que es lo que pasa aquí! ¿Por qué eres tan contestón? ¿Por qué has llegado tan desorientado y te está resultando tan traumático el tránsito? Normalmente, cuando llegáis hasta aquí, ya sois conscientes de lo que os ocurre y venís más resignados. Pero tú me has salido de lo más rebelde.

-Tal vez este no sea mi sitio… Tal vez esto sea un mal sueño…Tal vez todavía no es mi hora…

-De un sueño nada, esto es real como la vida misma… Bueno, mejor dicho, como la muerte misma. Y si lo que sugieres es que pueda ser un error, simplemente es imposible, “el destino” es perfecto.

-Eso no es cierto. –Le digo al vislumbrar un cierto atisbo de duda en su expresión.- La perfección no existe en el universo.

-Vale, la perfección absoluta no existe pero un 99,98 por ciento es una posibilidad de error despreciable.

-Si, prácticamente imposible, pero ¿Y si yo fuera parte de ese 0,02 por ciento? ¿Por qué iba a tener que ser yo la víctima de un mal funcionamiento? Tengo muchas ganas de vivir. De ver crecer a mis hijos, de aprender un montón de nuevas cosas, de viajar, de descubrir nuevas experiencias, de ver que nuevas cosas nos trae el futuro. No quiero desaparecer… no tan pronto.

Noto como comienza a vacilar. Se agacha, se sienta con las piernas cruzadas y mientras juguetea con una concha que ha encontrado, comienza a hablar sin levantar la vista de la arena.

-La vida funciona como un inmenso reloj, una maquinaria perfectamente engrasada que trabaja sin descanso en absoluta sincronización. Lo que ocurre que la vida se mueve en un equilibrio muy delicado. Para que te hagas una idea y por ponerte un ejemplo de ese equilibrio, si la órbita de la tierra estuviera, tan solo, unos miles de kilómetros más cerca o más lejos del sol, la vida en el planeta no sería posible.

-Si, eso ya lo sé. O si se variara el eje de inclinación, o si no estuviera la luna donde está para darnos estabilidad… Pero no entiendo que tiene que ver todo eso…

-Trato de comprender y explicar que puede haber pasado. –Me interrumpe enfadada por desviar sus pensamientos.- Hay veces que ese fino equilibrio se descoloca un poco`. Esto no ocurre muy a menudo, pero a veces ocurre. Es algo parecido a lo que llamáis “efecto mariposa” Puede empezar por ahí, por una mariposa que da un aleteo no sincronizado y hace mover una hoja que no tenía que haberse movido, de esta hoja se cae un insecto que en ella había y que no tenía que haber caído. El insecto, indefenso en el suelo, lo ve un pájaro que pasa por allí y se alimenta de él cuando no tenía que haberse alimentado… Así, como fichas de dominó, una serie de sucesos, que no tenían que haber ocurrido, van ocurriendo…

-Hasta que un perro se detiene en una curva donde no debía de haberse detenido. –Le dije para que viera que había entendido el ejemplo y para detener su eterno discurso, la ansiedad por saber que iba a ser de mi vida o de mi muerte me devoraba.- Está claro que yo soy uno de esos sucesos que no tenían que haber pasado. La pregunta ahora es… ¿Esto tiene arreglo?

Guarda un momento de silencio, que a mí me pareció interminable, y al fin, levantando su cabecita y luciendo de nuevo esa sonrisa traviesa suya me dice:

-Quizás tú puedas ser la pieza que pare esta reacción. –Me guiñó y volvió a sonreír.- Aprovecha bien esta segunda oportunidad…

No acabó de pronunciar estas palabras cuando una inmensa sacudida recorrió mi cuerpo haciéndome arquear la espalda de modo brutal. De nuevo otra descarga, igual que la anterior acompañada esta vez de una intensa luz blanca. Cuando se disipa la luz también se disipa el dolor y me doy cuenta que estoy acostado en suelo. Empiezo a ver lo que ocurre a mí alrededor aunque tengo la vista parcialmente tapada por una mascarilla de oxigeno transparente y oigo rebotar en ella mi propia respiración jadeante. Alrededor se mueven unas sombras que poco a poco van volviéndose más nítidas, son personas, con unos chalecos naranjas fluorescentes en los que puedo leer en letras blancas SAMUR. Veo un rostro encima de mí que sujeta con ambas manos un desfibrilador y veo que me sonríe.

-Bien, todo está bien. –Me dice.- Ha vuelto usted con nosotros. Creía que lo perdía.

-¿Dónde estoy? –Apenas me salió la voz pues un tremendo dolor en el pecho me oprimía y la cabeza parecía me iba a estallar.-

-Tranquilo. Acaban de rescatarlo de entre las rocas. Ha tenido usted muchísima suerte. Tiene para una buena temporada de hospital, pero está fuera de peligro. Durante bastante rato ha estado entre la vida y la muerte.

-No, usted se equivoca. Todo el rato he estado con la muerte.

sábado, 17 de marzo de 2007

Por Amor


Los veía casi todos los días. Yo paseaba a mi perro por el parque y ellos llegaban por el sendero.

Son una pareja de ancianos, muy mayores, seguramente con más de ochenta inviernos en sus curvas espaldas. Él la sujeta del brazo mientras ella avanza muy despacio, poniendo con cuidado un pie delante de otro y sin separar la vista del suelo. Seguro que el hombre puede caminar más deprisa pero adecua su paso al de ella con infinita paciencia.

Su vestuario quedó parado en los cincuenta, ella siempre con un elegante moño bien apretado para que afile sus facciones y él tocado con sombrero de ala y un elegante traje gris que, aunque seguro que conoció épocas mejores, el hombre intenta que no desluzca a base de mantener los hombros erguidos. Se adivinan personas desgastadas por el tiempo y la vida pero que mantienen intacta su dignidad.

Tienen su banco preferido, a la sombra de un abundante sauce llorón y siempre que lo encuentran libre se paran en él. Primero, el hombre despliega sobre el banco, un blanco pañuelo pulcramente planchado y luego, con sumo cuidado, agarrando con sus dos manos el brazo de ella, la ayuda a sentarse. El hombre es todo un caballero, de esos que ya no quedan y eso se nota a la legua.

Siguiendo su particular ritual, él continúa un rato de pié, como fiero guardián de su más preciado tesoro y así permanece hasta que ella, con unos golpecitos de su temblorosa mano en el hueco del banco le invita a sentarse, cosa que el hombre hace con gran alivio para sus piernas, aunque trata de disimularlo.

Y allí permanecen tardes enteras sin apenas cruzar palabra ni casi moverse. Tan solo algunos gestos de él para colocar un poco la falda de ella que el viento a levantado o limpiándole con mimo un poco de baba que se le escapa de la comisura de los labios o poniendo su sombrero entre la cara de su esposa y algún molesto rayo de sol que molesto se cuela entre las lacias ramas del sauce.

Me gusta observarlos. Se nota que son una pareja que están hechos el uno para el otro o tal vez haya sido el tiempo, quien a base de malos momentos, el que ha conseguido moldearlos hasta su perfecto acoplamiento. Digo malos por que suelen ser más abundantes que los buenos y además los que logran, si se superan, las más férreas relaciones. De cualquier manera, me inspiran una gran ternura y despiertan en mi cierta sensación de envidia porque, casi con total seguridad, en mi vejez, como en la de la mayoría, estaremos solos.

Hoy el perro, en una de sus carreras, se ha acercado hasta ellos. El anciano le hace un leve gesto con la mano y el animal, curioso, se acerca lentamente olfateando aquella mano desconocida. Él le rasca un poco detrás de las orejas y el perro, agradecido, le devuelve el saludo con el movimiento de su rabo.

-Espero no les haya molestado. –Digo mientras me acerco y trato de agarrar el collar del perro.- Normalmente no se acerca a los desconocidos. Parece que usted le gusta.

-Eso es porque los perros miran de forma diferente a nosotros. –Me contesta mientras sigue acariciándolo.- Una persona sólo vería a un par de viejos inútiles pero ellos ven más adentro y sabe que somos buena gente. ¿Verdad?-Esto último se lo dijo al animal a la vez que incrementaba el ritmo de las caricias y este se retorcía entre las piernas del hombre feliz por aquella rascada extra.-

-Bueno, yo no creo que todo el mundo los vea como viejos inútiles.

Me miró con sus ojos grises, vidriosos y profundos.

-A este mundo no le gusta los ancianos. Ahora la gente piensa que serán jóvenes siempre y nos ignoran o esconden para no recordarles en lo que algún día, inevitablemente, se convertirán.

-Creo que es usted demasiado pesimista. –Le digo mientras trato de sacar a mi perro de entre sus piernas donde seguía recibiendo mimos.- Ya sabe eso que se dice de... “Del viejo, el consejo”

Veo que se le escapa media mueca que parece asemejarse a una sonrisa.

-Tal vez eso fuera antes, cuando en toda aldea, tribu o imperio existía un consejo de ancianos a quien la gente recurría porque ellos eran la experiencia, la sabiduría y la memoria. Pero ahora tenéis tecnología, ordenadores y la “intrenete” esa. ¿Quién necesita la cabeza ida de un viejo?

-Lamento si le ha molestado el comentario, no era esa mi intención...

-No joven, no se apure. –Me interrumpió, ahora con una sonrisa sincera, dejándome ver una perfecta dentadura postiza.- Siéntese un rato aquí con nosotros, su perro parece estar a gusto entre mis piernas y a mi esposa y a mí nos encantaría charlar con una cara nueva.¿Verdad querida?

Ella levantó su cabeza, sonrió y entre su habitual temblor de cabeza adiviné un gesto de asentimiento.

¿Por qué no? Pensé. Parecen buenas personas y llevo tanto tiempo observándolos que me parece conocerlos de siempre. Hicimos una rápida presentación donde intercambiamos nombres y él comenzó a hablar.

-Pues sí, joven. Este mundo no está hecho para los ancianos o por lo menos no tan ancianos como nosotros. A pesar de que cada vez se vive más, a la gente menos le gusta hacerse mayor.

-Si, a veces pienso que vamos más deprisa que el ritmo normal del mundo. La naturaleza nos ha convertido en buenos especimenes hasta que se nos pasa la edad de procrear, después dejamos de interesarle. El ser humano no ha evolucionado para envejecer tanto, todavía no hemos aprendido.

-Dígamelo usted a mi, joven. –Me contesta con voz lastimera mientras echa hacia atrás los brazos, coloca sus manos en los riñones y estira su espalda.- Llevo tantos años con achaques y molestias, que ya mi memoria no encuentra el último día que me levanté sin dolores.

-A usted le quedan muchos años de vida, se le nota que es un hombre duro.

En su cara veo un gesto donde se mezclan resignación y cansancio a partes iguales.

-Dudo que ser un “hombre duro” como dice usted, sea ninguna bendición, al contrario, pienso que es un tremendo castigo. Si tienes más aguante, entonces por lógica, recibes más golpes y aunque se nos note menos, nos duelen como a todo hijo de vecino. Tal vez, si me hubiera rendido antes, ahora podría estar descansando.-Guarda un momento de silencio, duda y mira a su mujer.- Aunque si me hubiera rendido quien hubiera cuidado de esta hermosa mujer.

Le da unas cariñosas palmaditas en la pierna y ella, ruborizándose como una adolescente, se encoge un poco de hombros.

El rostro de él se ensombrece de repente y acercándose un poco y hablando en un susurro me dice:

-Tiene principio de Alzeheimer ¿sabe usted? Me necesita más que nunca y no puedo abandonarla. Ella no lo hizo conmigo.

Yo me quedo callado sin saber que decir y el hombre guarda un rato de silencio con la mente y la mirada perdida en algún lugar que sólo él conoce. Fue un instante, enseguida sus recuerdos volvieron y como si ese momento no hubiera existido siguió hablando.

-Pues si joven, la gente ha perdido completamente el respeto por los ancianos y han olvidado que nosotros hemos sido quienes hemos construido el presente en el que viven. Las personas se han vuelto unas desagradecidas.

Pasamos la tarde hablando y muchas más tardes después de aquella. Yo disfrutaba con las historias que me contaba y me contó muchas. Me habló de cómo pasó la guerra de refugio en refugio y comiendo carne de rata y otras exquisiteces que retorcerían las tripas de un perro pero que gracias a ello sobrevivieron. Me explicó como, después de la guerra, su familia, por oscuros motivos que no me contaba, le persiguió, humilló y le hicieron la vida imposible hasta tal punto, que se vio obligado a auto-exiliarse (y no por motivos políticos que sería lo normal de entonces, si no por razones familiares lo que le resultó infinitamente más doloroso). Huyó a Francia, en plena guerra mundial y se unió a la resistencia francesa. Con orgullo y cierto amargor de añoranza me narró como voló un par de puentes, mató a unos cuantos nazis y colaboró activamente para que el desembarco de los aliados en Normandía tuviera exito. En esa época fue cuando conoció a su mujer, ella también era de la resistencia y lucharon y mataron juntos y eso, me decía, crea unos vínculos muy fuertes. Luego, cuando acabó la guerra, se abrieron paso en Francia entre trabajos esporádicos y diversos negocios con mayor y menor fortuna. Dice que fueron tiempos muy duros, demasiado y una y otra vez me repetía que si no hubiera sido porque se tenían el uno al otro no sabe que hubiera sido de sus vidas.

Yo escuchaba sus historias completamente embelesado. Su forma de contarlas, su tono de voz su adecuado ritmo, hasta el perro, en ocasiones, se quedaba sentado enfrente de él y parecía escucharle.
Aquel hombre rebosaba sabiduría, pero no una sabiduría aprendida en escuelas y universidades, sino una sabiduría madura, templada y forjada a base de vivencias, recuerdos y experiencias.

¡Qué vida más increíble! Y entonces caí en la cuenta que su vida no debía de ser muy diferente de la mayoría de ancianos que andan por nuestras calles y que les tocó vivir una época tan convulsa. Creo que al final, aquel hombre iba a tener razón. Realmente no escuchamos a nuestros mayores y por eso olvidamos nuestro pasado.

De pronto, un día, dejaron de venir. Yo esperaba sentado en el banco y miraba hacia el sendero para ver si los veía llegar, pero nada. Me maldije por no haberles pedido un teléfono o una dirección creo que ya teníamos esa confianza, pero no lo hice y ahora lo lamento.

Pasaron varios días hasta que una tarde, lo vi venir por el camino. Me dio un vuelco el corazón, venía él solo. Ya no traía los hombros erguidos y el traje, arrugado, no le lucía. El sombrero se le perdía en la parte de atrás de su cabeza y avanzaba muy despacio, mirando al suelo. Me puse en lo peor.

Cuando al fin llegó a mi altura, levantó la cabeza y vi como de sus grises y acuosos ojos le salían unas grandes lágrimas que resbalaban por un ensombrecido rostro.

El labio de abajo le temblaba y quiso decirme algo pero sus palabras se confundieron en un amargo sollozo.

En ese instante, se me partió el alma. No hacía falta que dijera nada. Apoyé mi mano en su hombro y le ayudé a sentarse.

Quedamos en silencio. Le miré. Sus arrugas me parecían más marcadas que nunca y el labio no dejaba de temblarle. Sus ojos miraban lejos, más allá del horizonte y más allá del tiempo, con esa mirada especial que sólo los ancianos poseen.

De pronto, esforzándose para que sus palabras rompieran el nudo de su garganta oigo que me dice:

-La he matado.

Noté una descarga en mi interior. Debí quedarme blanco.

-¿Qué… qué es lo que ha dicho usted?

-Qué la he matado, he tenido que hacerlo.

Yo no atinaba nada más que a balbucear. Pero él continuó hablando.

-Me han diagnosticado un cáncer terminal. Me quedan un par de meses de vida. Si yo me voy-Se interrumpió. Un sollozo acudió a su garganta.- Si… si yo me voy ¿Quién iba a cuidar de ella? ¿Esta sociedad? ¿Una familia mala y envidiosa? ¿Usted?

-Pero… ¿Qué ha hecho? ¿Dónde está?

-Está en casa. En la cama. No ha sufrido nada. Parece que está dormida. Le he dado una sobredosis de somníferos y no ha sufrido nada.

Yo no daba crédito.

-¡Pero como viene aquí a contármelo! ¡Está usted loco!

-He venido porque creo que es usted una persona formal y me cae bien. Por eso quiero que me haga un favor. Quiero que diga al mundo que yo no soy de esos cerdos que pegan a las mujeres. Que simplemente no podía dejarla aquí sola, que qué hubiera hecho la pobre sin mí… que todo esto lo he hecho por amor.

-Pero por qué me cuenta esto… Por qué no lo dice usted. Tendrá que entregarse.

Me miró. Su rostro había cambiado. Ahora sus ojos transmitían una rara e inquietante serenidad y su voz sonó con un aplomo que hace un rato no tenía.

-Perdone, pero tengo que dejarle. Ella me está esperando. Ya sabe que no me gusta dejarla sola mucho tiempo.

No sé de donde salió, pero de repente me di cuenta que en su mano tenía un objeto negro y brillante. ¡Era una pistola!

-Recuerde lo que le he dicho… todo esto ha sido por amor.

Levantó la mano, se puso la pistola en la boca y allí mismo se descerrajó un tiro.