Esta es la peor parte de mi trabajo, la más desagradecida. Cuando la tensión de la espera te atenaza la boca del estomago y los intestinos se revuelven incómodos en tu interior como en busca de mejor postura. De nada sirve que haya acondicionado la furgoneta para hacer este momento más llevadero. Que haya tintado los cristales, acolchado el suelo, instalado un una pequeña base donde apoyar el brazo y una trampilla oculta desde donde puedo sacar el rifle de precisión sin que se vea desde el exterior.
A pesar de todo esto, que consigue que esté razonablemente cómodo, nada consigue que me libre del movimiento de tripas que me produce estar esperando el momento de actuar. Pero todo cambia cuando llega el objetivo y lo engancho en mi mirilla telescópica. En ese momento mis pulsaciones comienzan a reducirse drásticamente, mi respiración se acompasa con cada latido de corazón y siento como si entrara en una especie de trance, una catarsis que poco a poco ralentiza todo mi organismo menos mi cerebro, mi vista y el dedo que apoyo en el gatillo. Entonces, en un momento que apenas dura un segundo todo mi cuerpo se para. Mi corazón se detiene, mi respiración se pausa y es en ese instante, en ese preciso momento que consigo que el tiempo a mí alrededor se detenga, cuando disparo.
Nunca fallo. Mi efectividad es del cien por cien. Nunca cometo errores y mis objetivos mueren siempre.
A la milésima de segundo de realizar el disparo, mi cuerpo se activa de nuevo. Una inyección de adrenalina recorre mi cuerpo como una descarga eléctrica y ahora son mis músculos los que se disparan para emprender la huída. Me pongo al volante del vehículo y noto todos mis sentidos en un grado de alerta máximo, estudiando mientras escapo todo lo que se mueve alrededor, previendo las situaciones, buscando siempre todas las posibles vías de escape por si surge algún contratiempo. Por eso soy el mejor en lo mío. Por eso mis tarifas son las altas del mercado, porque nunca cometo errores.
Mi objetivo se aproxima y me preparo para disparar. Me coloco en situación, tumbado en el suelo de la furgoneta y abro la pequeña trampilla por donde saco mi rifle de cañón corto. Apoyo la cara sobre la culata, quito el tapón que protege la lente de la mira telescópica y pego el ojo a la mirilla buscando a mi víctima. Ya la veo. Mi cuerpo comienza a cambiar y comienza a entrar en ese letargo especial que les he descrito. Muevo lentamente el rifle, milímetro a milímetro hasta encuadrar la cabeza del objetivo en la cruz del centro de la lente. Mi respiración se relaja… mi corazón pierde pulsaciones… La víctima avanza y yo mantengo su cabeza en la cruz de la mirilla… Mis pulmones apenas se mueven para coger aire… Mi dedo, la única parte de mi cuerpo que aún siento, comienza a moverse lentamente hasta llegar a acariciar suavemente el frío gatillo… De repente me percato de algo que, de improviso, me saca de mi particular estado de trance y mi cuerpo, ante esa reacción que no esperaba, responde violentamente atragantándome y haciéndome toser de modo compulsivo mientras siento palpitar dentro del pecho a mi corazón que late desbocado intentando responder a esa imprevista demanda de oxígeno.
Cuando consigo recuperar un ritmo normal de respiración dejo a un lado el rifle y miro directamente por la trampilla para asegurarme de lo que he visto. Efectivamente, mi objetivo no va solo. No me había dado cuenta antes pues los coches aparcados en la acera por la que caminaban no me habían dejado ver a la niña pequeña, no más de siete u ocho años, que va junto a mi víctima y que lleva agarrada de la mano.
Cierro de golpe la trampilla y me siento apoyando la espalda en la pared de la furgoneta para intentar tranquilizarme y analizar la nueva situación.
Ya había tenido reparos en aceptar el trabajito cuando me enteré de que tenía que cargarme a una mujer. Nunca antes había aceptado una víctima femenina. Llámenlo ustedes romanticismo trasnochado o rancia caballerosidad, pero una de mis escasas condiciones era la de no matar mujeres, tal vez tratando de poner un ligero toque de humanidad y cordura en este puerco oficio mío.
Pero el caso es que en esta ocasión, me pusieron una cantidad tan indecente de dinero encima de la mesa, que no pude decir que no. Con este asunto y alguna cosilla más que me saliera podría retirarme y por eso acepté.
Pero un crío lo cambia todo. ¿De donde coños ha salido? Ni en el seguimiento que hice de la víctima ni en los informes que me proporcionaron aparecía la dichosa cría. Pero ahí está. Paseando sonriente y feliz con la persona a la que me dispongo volarle la cabeza.
Encima de liquidar a la mujer, una pequeña criatura que no tiene culpa de nada se va a tragar todo el espectáculo en primera línea, en vivo y en directo. Me parece demasiado duro hasta para mí.
Continúo sentado un rato aclarando ideas y cada vez me encuentro más convencido de aplazar el negocio para otro momento. Hoy, en teoría, era la mejor oportunidad, el mejor momento, el mejor lugar. Dejarlo para más adelante será mucho peligroso y arriesgado pero no me queda otra. Hay que mantener ciertos límites en este trabajo para conservar tu cordura. Además, no me han pagado lo suficiente como para hacer esto.
Permanezco sentado, atando los últimos flecos dentro de mi cabeza y tratando de poner orden a mis ideas cuando de improviso y sin que lo esperara, la puerta trasera de la furgoneta se abre de golpe. La luz del exterior me da en la cara, me deslumbra y no consigo ver bien lo que ocurre. Levanto el brazo con la palma extendida para tratar de aplacar un poco la claridad que me ciega y consigo vislumbrar una silueta que se recorta contra la claridad que proviene del exterior.
- ¿Qué ocurre? ¿Quién es usted? – Atisbo a balbucear aún sorprendido de la situación.-
Entorno mis ojos obligándoles a que se acostumbren a la nueva situación y comienzo a distinguir algo. A lo que antes era una silueta oscura empiezo a definirle contornos y rasgos. Me doy cuenta de que la persona me mira fijamente y que tiene un brazo estirado al final del cual se ve el brillo negro y metálico del cañón de una pistola que apunta hacia mí.
- ¡Mierda! ¡Eres tú!
Me da tiempo a decir antes de que dos detonaciones estallen dentro de la furgoneta y sus fogonazos iluminen el interior. Luego la puerta se vuelve a cerrar y allí me quedo de nuevo solo, rodeado de penumbra y olor a pólvora.
Es extraño, pensaba que eso de que te dispararan tenía que doler más pero no siento nada, aunque tal vez eso sea lo malo. Tan solo siento la tibia sangre que me abandona con cada latido de mi corazón y su húmeda sensación que empapa el suelo y mis pantalones.
Sin apenas fuerza, casi sin vida, me dejo caer resbalando lentamente por la pared metálica y mi cabeza queda a la altura de la trampilla.
Sin saber muy bien porqué, dedico mi último esfuerzo a abrirla y mirar por ella. Entonces veo a quien acaba de dispararme, una mujer muy atractiva y de apariencia frágil y delicado. Es ella, mi objetivo que está cruzando la carretera alejándose de la furgoneta y dirigiéndose a la acera de enfrente donde le espera la niña paciente. Se acercan las dos hasta un quiosco cercano y veo como la mujer compra un gran helado que se lo da a la niña. La niña lo agarra feliz con las dos manos, le da un gran lametón y dándose media vuelta se aleja entre chupada y chupada al helado. La mujer se queda un instante mirándola y luego vuelve su vista hacia la furgoneta. No estoy seguro, está un poco lejos y mi vista se nubla por momentos, pero creo adivinar que la mujer, muy guapa y de aspecto frágil e indefenso, me dirige una media sonrisa mientras que con un gesto inocente, me dice adiós con su mano levantada a media altura.
Yo, apenas sin fuerza, dejo caer la cabeza lentamente mientras todo se va ennegreciendo cada vez más a mí alrededor.
La muy puta –pienso- debía estar sobre aviso de mi presencia y sobornó a la pequeña con un helado para que le hiciera de escudo. Sabía que con la niña por medio no dispararía o al menos que dudaría. Y acertó.
Maldigo para mis adentros una y otra vez mientras mi vida me abandona poco a poco. La primera vez que cometo un error, mi único error y me cuesta la vida… Este perro oficio no perdona. Pero lo que más rabia me da, lo que verdaderamente me encorajina, es que pasé por alto la regla más elemental, cometí el error más básico. Olvidé que da lo mismo hombres que mujeres, o incluso niños, todos son la misma cosa: un ser humano, y por lo tanto, un hijo de puta en potencia del que no puedes fiarte nunca.
A pesar de todo esto, que consigue que esté razonablemente cómodo, nada consigue que me libre del movimiento de tripas que me produce estar esperando el momento de actuar. Pero todo cambia cuando llega el objetivo y lo engancho en mi mirilla telescópica. En ese momento mis pulsaciones comienzan a reducirse drásticamente, mi respiración se acompasa con cada latido de corazón y siento como si entrara en una especie de trance, una catarsis que poco a poco ralentiza todo mi organismo menos mi cerebro, mi vista y el dedo que apoyo en el gatillo. Entonces, en un momento que apenas dura un segundo todo mi cuerpo se para. Mi corazón se detiene, mi respiración se pausa y es en ese instante, en ese preciso momento que consigo que el tiempo a mí alrededor se detenga, cuando disparo.
Nunca fallo. Mi efectividad es del cien por cien. Nunca cometo errores y mis objetivos mueren siempre.
A la milésima de segundo de realizar el disparo, mi cuerpo se activa de nuevo. Una inyección de adrenalina recorre mi cuerpo como una descarga eléctrica y ahora son mis músculos los que se disparan para emprender la huída. Me pongo al volante del vehículo y noto todos mis sentidos en un grado de alerta máximo, estudiando mientras escapo todo lo que se mueve alrededor, previendo las situaciones, buscando siempre todas las posibles vías de escape por si surge algún contratiempo. Por eso soy el mejor en lo mío. Por eso mis tarifas son las altas del mercado, porque nunca cometo errores.
Mi objetivo se aproxima y me preparo para disparar. Me coloco en situación, tumbado en el suelo de la furgoneta y abro la pequeña trampilla por donde saco mi rifle de cañón corto. Apoyo la cara sobre la culata, quito el tapón que protege la lente de la mira telescópica y pego el ojo a la mirilla buscando a mi víctima. Ya la veo. Mi cuerpo comienza a cambiar y comienza a entrar en ese letargo especial que les he descrito. Muevo lentamente el rifle, milímetro a milímetro hasta encuadrar la cabeza del objetivo en la cruz del centro de la lente. Mi respiración se relaja… mi corazón pierde pulsaciones… La víctima avanza y yo mantengo su cabeza en la cruz de la mirilla… Mis pulmones apenas se mueven para coger aire… Mi dedo, la única parte de mi cuerpo que aún siento, comienza a moverse lentamente hasta llegar a acariciar suavemente el frío gatillo… De repente me percato de algo que, de improviso, me saca de mi particular estado de trance y mi cuerpo, ante esa reacción que no esperaba, responde violentamente atragantándome y haciéndome toser de modo compulsivo mientras siento palpitar dentro del pecho a mi corazón que late desbocado intentando responder a esa imprevista demanda de oxígeno.
Cuando consigo recuperar un ritmo normal de respiración dejo a un lado el rifle y miro directamente por la trampilla para asegurarme de lo que he visto. Efectivamente, mi objetivo no va solo. No me había dado cuenta antes pues los coches aparcados en la acera por la que caminaban no me habían dejado ver a la niña pequeña, no más de siete u ocho años, que va junto a mi víctima y que lleva agarrada de la mano.
Cierro de golpe la trampilla y me siento apoyando la espalda en la pared de la furgoneta para intentar tranquilizarme y analizar la nueva situación.
Ya había tenido reparos en aceptar el trabajito cuando me enteré de que tenía que cargarme a una mujer. Nunca antes había aceptado una víctima femenina. Llámenlo ustedes romanticismo trasnochado o rancia caballerosidad, pero una de mis escasas condiciones era la de no matar mujeres, tal vez tratando de poner un ligero toque de humanidad y cordura en este puerco oficio mío.
Pero el caso es que en esta ocasión, me pusieron una cantidad tan indecente de dinero encima de la mesa, que no pude decir que no. Con este asunto y alguna cosilla más que me saliera podría retirarme y por eso acepté.
Pero un crío lo cambia todo. ¿De donde coños ha salido? Ni en el seguimiento que hice de la víctima ni en los informes que me proporcionaron aparecía la dichosa cría. Pero ahí está. Paseando sonriente y feliz con la persona a la que me dispongo volarle la cabeza.
Encima de liquidar a la mujer, una pequeña criatura que no tiene culpa de nada se va a tragar todo el espectáculo en primera línea, en vivo y en directo. Me parece demasiado duro hasta para mí.
Continúo sentado un rato aclarando ideas y cada vez me encuentro más convencido de aplazar el negocio para otro momento. Hoy, en teoría, era la mejor oportunidad, el mejor momento, el mejor lugar. Dejarlo para más adelante será mucho peligroso y arriesgado pero no me queda otra. Hay que mantener ciertos límites en este trabajo para conservar tu cordura. Además, no me han pagado lo suficiente como para hacer esto.
Permanezco sentado, atando los últimos flecos dentro de mi cabeza y tratando de poner orden a mis ideas cuando de improviso y sin que lo esperara, la puerta trasera de la furgoneta se abre de golpe. La luz del exterior me da en la cara, me deslumbra y no consigo ver bien lo que ocurre. Levanto el brazo con la palma extendida para tratar de aplacar un poco la claridad que me ciega y consigo vislumbrar una silueta que se recorta contra la claridad que proviene del exterior.
- ¿Qué ocurre? ¿Quién es usted? – Atisbo a balbucear aún sorprendido de la situación.-
Entorno mis ojos obligándoles a que se acostumbren a la nueva situación y comienzo a distinguir algo. A lo que antes era una silueta oscura empiezo a definirle contornos y rasgos. Me doy cuenta de que la persona me mira fijamente y que tiene un brazo estirado al final del cual se ve el brillo negro y metálico del cañón de una pistola que apunta hacia mí.
- ¡Mierda! ¡Eres tú!
Me da tiempo a decir antes de que dos detonaciones estallen dentro de la furgoneta y sus fogonazos iluminen el interior. Luego la puerta se vuelve a cerrar y allí me quedo de nuevo solo, rodeado de penumbra y olor a pólvora.
Es extraño, pensaba que eso de que te dispararan tenía que doler más pero no siento nada, aunque tal vez eso sea lo malo. Tan solo siento la tibia sangre que me abandona con cada latido de mi corazón y su húmeda sensación que empapa el suelo y mis pantalones.
Sin apenas fuerza, casi sin vida, me dejo caer resbalando lentamente por la pared metálica y mi cabeza queda a la altura de la trampilla.
Sin saber muy bien porqué, dedico mi último esfuerzo a abrirla y mirar por ella. Entonces veo a quien acaba de dispararme, una mujer muy atractiva y de apariencia frágil y delicado. Es ella, mi objetivo que está cruzando la carretera alejándose de la furgoneta y dirigiéndose a la acera de enfrente donde le espera la niña paciente. Se acercan las dos hasta un quiosco cercano y veo como la mujer compra un gran helado que se lo da a la niña. La niña lo agarra feliz con las dos manos, le da un gran lametón y dándose media vuelta se aleja entre chupada y chupada al helado. La mujer se queda un instante mirándola y luego vuelve su vista hacia la furgoneta. No estoy seguro, está un poco lejos y mi vista se nubla por momentos, pero creo adivinar que la mujer, muy guapa y de aspecto frágil e indefenso, me dirige una media sonrisa mientras que con un gesto inocente, me dice adiós con su mano levantada a media altura.
Yo, apenas sin fuerza, dejo caer la cabeza lentamente mientras todo se va ennegreciendo cada vez más a mí alrededor.
La muy puta –pienso- debía estar sobre aviso de mi presencia y sobornó a la pequeña con un helado para que le hiciera de escudo. Sabía que con la niña por medio no dispararía o al menos que dudaría. Y acertó.
Maldigo para mis adentros una y otra vez mientras mi vida me abandona poco a poco. La primera vez que cometo un error, mi único error y me cuesta la vida… Este perro oficio no perdona. Pero lo que más rabia me da, lo que verdaderamente me encorajina, es que pasé por alto la regla más elemental, cometí el error más básico. Olvidé que da lo mismo hombres que mujeres, o incluso niños, todos son la misma cosa: un ser humano, y por lo tanto, un hijo de puta en potencia del que no puedes fiarte nunca.
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