De nuevo me centro entonces en mi labor interrumpida y tras re-localizar la vela por estrenar agarro con dos dedos una de las pequeñas tiras de cartón que por allí se encuentran desperdigadas y con cuidado la acerco a una de las velas encendidas manteniéndolo ahí hasta que una pequeña llama empieza a coger forma en la punta del cartón. Lo arrimo entonces a la vela escogida y de nuevo mantengo la tira encendida pegada esta vez a la pequeña mecha de mi vela, porque ya es mía, donde aparece una llama temblorosa y vacilante primero para transformarse luego en una más firme que no tarda en igualarse en fuerza y luminosidad al resto de sus compañeras.
Apago el cartón de un corto pero enérgico soplido y aún humeante lo deposito sobre el lampadario. Retrocedo entonces unos pasos hasta dar con un largo banco de madera justo enfrente de las velas y en él me siento a contemplar “mi obra”.
¿Qué? ¿Cómo dicen? ¡Oh no! No vengo a rezar y no, tampoco soy creyente, es más, creo que soy lo más alejado a un creyente que se pueda encontrar. Fíjense ustedes si seré poco creyente que ni siquiera soy ateo. Y es que para ser ateo también se necesita creer, creer en que no existe dios ni ser superior alguno y yo, qué quieren que les diga, es que ni me planteo semejantes cuestiones. Vivo, respiro, estoy aquí del mismo modo que lo están un cervatillo del bosque, un delfín en el agua o una mosca sobre una mierda. Mi mayor preocupación, creo que mí única preocupación como la de todos los demás bichos es la de sobrevivir. Sobrevivir de la forma más cómoda y digna que sea posible, pero sobrevivir al fin al cabo. Aun en el caso que existiera ese dios sobrevivir seguiría siendo mi mayor preocupación y si no lo hubiera, nada cambia, mi empeño principal seguirá siendo eso, vivir el mundo que me ha tocado. Siempre, eso sí, con unas normas de respeto e integridad mínimas que podrían resumirse con el viejo dicho de; trata a los demás como quieras que a ti te traten. Sencillo, creo yo, aunque no todo el mundo piensa lo mismo.
¿Qué? ¿Cómo? ¿Qué dicen? ¡Ah ya! Que entonces qué narices hago aquí y por qué enciendo una velita. Pues verán ustedes, porque estos viejos templos son mi rincón secreto, mi lugar de descanso, mi escondite preferido. Cuando quiero desconectar, meditar, pensar, tomar decisiones o simplemente descansar un poco en medio de una estresante jornada laboral busco alguno de estos pequeños refugios. Basta atravesar el umbral de su puerta para que todo el ruido de la ciudad, las obras, el tráfico, las prisas desaparezcan para dejar paso a la quietud, al silencio, un silencio casi denso a fuerza de siglos acumulándose humo de velas, de incienso y de oraciones. Busco entonces un lampadario con sus velas encendidas, me siento en frente y con la vista en él clavada, como cuando pierdes tu mirada en un fuego que arde en la chimenea, me sumerjo en mis pensamientos (o en la carencia de ellos, que también es bueno) dejándome envolver por esa atmósfera especial, serena, misteriosa, casi mística, que ingrávida parece flotar en estos lugares. No se lo tomen a broma, ha sido durante estos momentos de retiro, de reflexión, de meditación si ustedes lo prefieren, cuando he tomado alguna de mis mejores decisiones o se me han ocurrido mis más brillantes ideas las cuales han repercutido positivamente en mis negocios transformándose en pingües beneficios y por tanto me han permitido alcanzar la posición largamente holgada, tanto social como económica, que disfruto.
Lo de la vela que enciendo y el euro que echo en el cepillo es, digamos, una muestra de agradecmiento, una especie de respetuoso pago, una humilde manera de compensar el “servicio” que recibo. Y simplemente porque pienso que de bien nacido es ser agradecido y les aseguro que nada tiene que ver con creencias, religiones ni dioses.
De pronto escucho que a mis espaldas se abre la puerta que deja pasar por un instante el ruido y confusión del exterior para volver a quedar de nuevo todo en silencio. Siento entonces como unos pasos se acercan por el pasillo que hay entre los bancos. Sin volverme deduzco que es una mujer, el clic-clac de sus tacones la delata, y noto además que avanza con cierta premura. Pasa justo a mi lado sin mirarme y yo aprovecho para echar un vistazo de reojo. Efectivamente es una mujer que viste un abrigo corriente que le cubre hasta las pantorrillas, negro y con unas solapas de borreguillo también negro. Es el abrigo tipo de las viudas estándar. Intento verle la cara pero me resulta imposible, lleva la cabeza gacha y además cubierta por un pañuelo de raso, por supuesto, de color negro.
La mujer se dirige directamente al lampadario donde aún arde mi velita y no sé si me ignora o simplemente no se ha percatado de mi presencia pero el caso es que al quedar de espaldas a mí, me dedico, con absoluto descaro, a contemplar todos sus movimientos desde mi asiento. Veo que coge un cartón y comienza a repetir uno por uno todos los pasos que yo hice hace apenas un momento para encender la vela. Bueno, todos los pasos menos uno. Cuando su vela por fin arde entre las demás retrocede un paso sin volverse, se santigua poniendo su alma en ello y se arrodilla frente al lampadario con sus dedos entrelazados a la altura del pecho pero sin echar un solo céntimo en la caja que, con su mal formada ranura abierta, parece esperar una recompensa que no llega.
- Oiga señora. –Dije en voz baja echando el cuerpo un poco hacia delante y apoyando los codos en mis rodillas.- Creo que se ha olvidado usted de algo.
La señora no me escucha o finge no escucharme y sigue inmersa en su rezo en el que, con la cabeza muy gacha, se golpea con repetitiva cadencia sus manos entrelazadas contra su pecho.
No sé porque lo hice, la verdad. Supongo que estaba de buen humor y mi lado guasón tiró de mí tal vez pensando que esa mujer era una de esas marujonas cotillas que de haber visto ella lo mismo que yo, estaría pidiendo el despellejamiento público en la plaza del pueblo. El caso es que ante su muda respuesta insistí, además esta vez, añadiendo a mi voz un cierto tono de sorna.
- Oiga señora, que si no echa usted la monedita creo que las oraciones no funcionan.
La mujer al fin giró la cabeza y clavó su mirada en mí. Era joven, mucho más joven de lo que pensaba, veintimuchos o treintapocos tal vez, es difícil calcular la edad de la gente que sufre, el dolor carga con años el rostro de las personas y esa mujer sentía dolor, verdadero dolor, no había más que mirarla. Sus ojos, enrojecidos de llorar, querían desbordarse en lágrimas y colgaban de ellos sendas ojeras negras que mostraban muchas noches sin dormir. Su boca se torcía en un gesto de pena y flanqueando las comisuras de sus labios dos profundas arrugas que nacían en las aletas de la nariz. Son de ese tipo de arrugas que no son los años las que las labran sino el sufrimiento profundo. No me dijo nada, no hacía falta, y simplemente se quedó mirándome durante un rato que me pareció más largo de lo que realmente fue.
- Eerr… Bueno… Verá…- Balbucí malamente. Lo confieso, me sentía como un auténtico gilipollas y tan sólo quería que me tragara la tierra.- Yo… Yo lo siento… Creo que me he pasado…
- No se preocupe. –Dijo en un susurro de voz mientras giraba su cabeza y levantaba su mirada.- He venido buscando la comprensión de Él, no la de usted.
Ese Él al que se refería era un cristo crucificado algo más pequeño que el tamaño natural pero de un gran realismo y situado justo encima del lampadario donde ardían las velas que se le ofrendaban. Seguramente tendría que haberme ido en ese momento, hacer mutis por el foro silenciosamente y dejar a la mujer a solas con sus plegarias y con su evidente dolor, pero por algún motivo me quedé allí sentado observándola con cierta curiosidad entre morbosa y científica. La mujer había levantado sus manos cogidas a la altura de su cara y con sus ojos inundados en lágrimas clavados en aquel cristo y su mandíbula apretada murmuraba algo entre dientes con un fervor y convencimiento absoluto. De pronto la mujer se vino abajo, casi literalmente, las rodillas se le vencieron dejándose caer sobre los talones, dobló su cuerpo hacía delante y ocultando su cara entre las manos quedó echa un ovillo sobre el frío suelo de piedra mientras que absolutamente desconsolada no dejaba de decir:
- ¡Mi hijo! ¡Mi hijo se muere y no puedo hacer nada por evitarlo! ¡Por favor dios ayúdame! ¡Ayúdame! ¡Ayuda a mi hijo! ¡Por favor! ¡Se muere!
Entonces rompió en un llanto profundo, lastimero, inconsolable, un llanto que salía desde lo más profundo de su pecho y que brotaba, como una presa que se desborda, totalmente incontenible. Un llanto que rompió en mil dolorosos pedazos la quietud de aquel lugar.
Me quedé de piedra. La sangre se heló en mis venas y un casi doloroso nudo que no me dejaba ni tragar saliva se formó en mi garganta. Me quedé mirándola sin saber muy bien que hacer. Primero alargué mi brazo en un amago de querer decirle algo, de consolarla, pero no me salió nada. Luego miré a mi alrededor en busca de una alguna ayuda, de algún consejo pero allí no había nadie. No estábamos más que esa madre desconsolada, el mudo cristo crucificado y yo, un inútil que no sabía qué hacer. Poco a poco el irrefrenable llanto y las plegarias de la mujer se fueron convirtiendo en un agotado y débil sollozo y también, poco a poco, mi sangre comenzó de nuevo a correr por mis venas lo que me permitió reaccionar. Me levanté, fui hacia ella y colocando mis manos sobre sus hombros le dije con la voz más suave que me fue posible:
- Venga mujer. Levante de ahí. No puede estar en el suelo.
Levantó su cabeza y me miró con la expresión de no saber muy bien qué pasaba ni donde estaba.
- Venga vamos. Yo le ayudo
Le dije de nuevo mientras que con ternura tiré suavemente de sus hombros para ayudar a levantarla. Ella, como si acabara despertar de un sueño, mejor de un pesadilla, se dejó ayudar mansamente y los dos fuimos a sentarnos al banco en el que había estado yo sentado. Una vez allí, entre hipos sollozos y sonadas en el pañuelo me contó su historia. Hacía poco que había perdido a su marido, de ahí el luto, en un accidente de tráfico. En el coche con él también iba su hijo que por suerte salió prácticamente ileso, algunos rasguños y una clavícula rota pero lo peor fue que en el hospital, en uno de los múltiples chequeos que le hicieron le descubrieron algo raro. Resulta que su hijo tenía una enfermedad, una de esas enfermedades raras que sólo afectan a uno de cada no sé cuantos millones de personas y que dios quiso (palabras textuales) que su hijo fuera ese uno. El caso es que los médicos no le dan más de un año de vida. El crío ahora tiene seis años y según su madre es un cielo de niño todo ternura.
También me contó que existía un tratamiento que había posibilidad de curarlo, pero era el tratamiento en cuestión era en otro país y con un coste que para una mujer, según yo mismo pude comprobar, que no tenía ni para echar un céntimo en la caja de ofrendas le resultaba absolutamente prohibitivo. Además, como en perro flaco todo son pulgas, con la muerte de su marido no sólo se había quedado sin la única familia que tenía, sino que además lo único que había heredado era la hipoteca de la casa, el crédito del coche y alguna que otra deuda más por ahí.
Yo no pude aguantarme y se lo tuve que preguntar.
- Y después de lo que me has contado, de todo lo que te está pasando por voluntad divina según tus propias palabras… - Hice un movimiento algo despectivo con la cabeza apuntando al cristo que nos vigilaba desde su privilegiada situación. – A pesar de eso… ¿Todavía sigues creyendo en Él?
Ella me miró con sus ojos acuosos, se encogió de hombros y con suave y resignada voz me contestó.
- ¿Y qué me queda si no? Si todo lo humano y terrenal me ha fallado sólo puedo recurrir a Él y seguro que no me fallará. Mi hijo es un ser inocente, seguro que me ayudará. Tiene que hacerlo.
- Sí. Pero… –Comencé a decir bajando la mirada sin atreverme a mirarla.- ¿Y si no lo hace? ¿Si no te ayuda y tu hijo muere? ¿Entonces que pasará?
Ella me miró horrorizada a la vez que hacía movimientos de negación con su cabeza y sin decir nada se puso de pie, se dirigió de nuevo frente al lampadario y arrodillándose en el mismo lugar que había estado antes volvió a entrelazar sus manos, agachó su cabeza y reanudó con más fuerza e ímpetu si cabe sus oraciones interrumpidas.
Yo me quedé mirándola sin acabar de comprender muy bien como se podía tener ese fervor, ese convencimiento y esa profunda creencia en algo tan inmaterial, pero podría decir que en el fondo sentía algo de envidia. Envidiaba ese tenaz convencimiento en un poder sobrenatural e infinito al que poder recurrir cuando todo te falla. Tal vez no sea lógico, racional y ni siquiera efectivo, pero en el peor de los casos, por lo que veo, proporciona consuelo y eso ya es algo.
Al final, tras darle vueltas en mi cabeza durante unos instantes, me decidí a hacerlo. Volví a levantarme dirigiéndome a ella. Volví a apoyar mis manos en sus hombros y le dije:
- Vamos mujer. Venga conmigo y explíqueme en qué consiste ese tratamiento para su hijo y cuánto cuesta. Vamos a ver qué es lo que podemos hacer.
Epílogo:
No voy a
decir que me arrepintiera de pagar el tratamiento (que por cierto,
efectivamente no fue nada barato) porque finalmente el chico se
salvó, goza actualmente de una salud de hierro y eso, reconozco, lo
compensa todo. Pero aun así he de decir que no han sido pocas las
veces que he lamentado el haberlo hecho. ¿Y por qué? Se estarán
preguntando ustedes. Pues sencillamente porque ahora, cada vez que
veo a su madre, no para de decirme que sus plegarias fueron
escuchadas, que nuestro encuentro fue un milagro y que yo soy un
ángel. Y no vayan a pensar que lo dice metafóricamente. ¡Qué va!
Ella cree que lo soy de verdad y tanto es así que cada vez que nos
vemos, me abraza y cada vez que me abraza, siento como, con disimulo,
palpa con sus manos mi espalda por la zona de los omóplatos y los
hombros en busca, estoy seguro, de mis alas que de alguna forma llevo
disimuladas. ¡Yo! ¡Un una ángel! ¡Nada menos! ¡Han oído
ustedes antes semejante majadería! Precisamente, y permítanme la
ironía, me llevan los demonios cada vez que le oigo decir eso. Yo,
por mi parte, trato pacientemente de explicarle que dios no tuvo nada
que ver. Que sólo fue la casualidad de nuestro encuentro y la
ciencia lo que salvó a su hijo. Que no fue otra cosa que la suerte,
el azar, el caprichoso destino el que cruzó nuestros caminos.
- El destino no, hombre. –Me dice ella abriendo mucho los ojos, sonriendo y dándome una cariñosa palmada en mi hombro.- Fue Dios. –Añade casi susurrándome al oído.-
Yo ya no sé
que decirle y lo peor es que me ha hecho plantearme cosas. Quién
sabe si todo este lío de las religiones y los dioses no es más que
un problema de semántica, de juegos de palabras de eufemismos.
Ocurre todos los días en todos los ámbitos, hay quien dice
desaceleración económica en vez de crisis o daños colaterales en
vez de muertes civiles. En este caso ocurre lo mismo. Unos lo llaman
cúmulo de casualidades, suerte o azar, otros lo llaman milagros o
voluntad divina. Algunos hablan de leyes de la física, de ciencia o
simplemente del destino, otros aseguran que se trata de dios.
Incluso,
por qué no, puede que en vez de personas, cada uno de nosotros
seamos dioses, dioses de nuestro propio mundo. Ya han visto ustedes
que casi sin proponérmelo, he sido capaz de hacer un milagro.