Estaba en la cama, boca arriba, con los ojos clavados en la oscuridad y expulsando el humo que, aunque invisible entre la negrura, sentía como me rodeaba. De pronto, escuché un extraño ruido en el salón. El sonido me pilló un poco desprevenido y no supe identificarlo. Mi mente empezó a buscar excusas que me razonaran ese ruido… “Una tubería impertinente”, “la dilatación de algún objeto”, “los vecinos”… pero aquel ruido volvió a sonar. Esta vez estaba atento y no me cabía duda, el ruido sonó alto y claro en mi salón y es como si alguien se moviera por él. ¿Pero quién?… si en casa no hay nadie más que yo… o por lo menos, no debería haber nadie.
Apago el cigarro con cuidado y me levanto procurando no hacer ruido. Intento que mis ojos escudriñen la oscuridad reinante, tan solo rota por la tenue iluminación de la calle que se cuela entre las rendijas de las persianas. Mi cabeza comienza a repasar mentalmente que cosas tengo yo en la habitación y que pudiera usar como un arma. Lo único que se me ocurre es un paraguas que cuelga del perchero, no es gran cosa pero creo que es mejor que nada. Lo agarro y esgrimiendo su punta por delante de mí comienzo a avanzar lentamente y de puntillas por el corto pasillo que me lleva hasta el salón.
Según me acerco oigo cada vez con más claridad el indefino ruido del rozar de un cuerpo cuando se mueve.
-¿Quién está ahí? ¡He llamado a la policía! –.-Chillo para anunciar mi presencia, no quiero reacciones inesperadas.-
Me detengo en la entrada de la habitación esperando una respuesta pero ahora la calma es total, quien fuera que estuviera allí, también guardaba silencio.
Tengo que entrar, no hay más remedio. Me preparo, tomo aire y doy un grito, más por expulsar mi miedo que por asustar al intruso, y de un salto cruzo el umbral de la puerta blandiendo de una mano el paraguas y con la otra dándole al interruptor de la luz que está al lado de la puerta.
La luz de lámpara me descubre un salón desierto, silencioso, tal y como yo lo había dejado antes de irme a acostar. Yo continúo esgrimiendo el paraguas apuntándolo a todas direcciones pero allí no había nadie. El salón no es grande y no tiene huecos donde una persona puede esconderse. Lo recorro, compruebo el cierre de la ventana, lo palpo para asegurarme… pero nada, todo parece normal. Me rasco la cabeza, ¿tan mal ando? Yo hubiera jurado que allí había alguien. Convencido de que mi imaginación me la había jugado me dispongo a abandonar el salón. Me detengo por última vez echando un vistazo a todo antes de apagar la luz y cuando la oscuridad vuelve un grito estentóreo sale de mi garganta sin que pueda impedirlo. Allí, sentado en el sofá, había alguien. Una persona diminuta, tal vez un niño cuya silueta se recortaba en la oscuridad de tal modo que aunque apenas había luz, distinguía perfectamente la cara y los pequeños ojos de un niño de corta edad que me miraban fijamente.
Mi temblorosa mano busca con desespero el interruptor y cuando lo encuentra y enciende la luz, el niño desaparece y dejo de verlo. Me quedo atónito mirando el sofá vacío, tratando de descifrar que ocurría. Obligo a mi mano, pues el temblor la estaba volviendo ingobernable, a que vuelva a apagar la luz y cuando lo hago… la silueta del niño aparece de nuevo ante mis ojos, impávido, mirándome con esos ojillos que esta vez parecían estar encendiéndose de rojo. Solté otro respingo y de nuevo encendí la luz. El niño volvió a desaparecer con la claridad pero ahora, aunque no podía verlo, notaba su extraña presencia. Me armé de valor y volví a dar al interruptor. Me di cuenta que sólo la oscuridad me permitía verlo claramente.
-¿Quién eres? ¿Cómo has entrado? ¿Qué quieres?
Acerté a preguntarle entre tartamudeos.
Seguía impasible mirándome y su estrecha boca, sin apenas labios empezó a esbozar una sonrisa a la vez que con su dedo anular me hacía señas de que me acercara. Me fui acercando con cuidado y él a su vez también acercaba su cara como aquel que se acerca para contarte un secreto al oído. Era extraño, pero me daba la sensación de que su cara irradiaba calor y cuanto más me acercaba más era el calor que desprendía y más difícil se me hacía respirar. De repente, cuando su cara estaba a mi altura, sus ojos redondos se iluminaron de un vívido rojo y abrió su boca como un negro túnel exclamando…
-¡DEESPIERTAAAA!
-¿Qué? ¿Qué quieres decir? –Acerté a exclamar. El calor cada vez era más abrasador y la sensación de asfixia era total.-
-¡DEESPIERTAAAA!
En ese momento abrí los ojos. Estaba en la cama, acostado de lado y delante de mis rostro crecían unas llamas que titilaban delante de mi cara y comenzaban a prenderme en el pelo. Me levanté de un salto sacudiéndome el pelo y entre tosidos del humo que me asfixiaba salí corriendo a la cocina. En seguida volví con una botella de agua que rápidamente vacié sobre el conato de incendio que comenzaba a coger fuerza en la cabecera de mi cama. Cuando por fin las llamas se convirtieron en nada más que una apestosa y humeante columna que se esparcía por mi dormitorio, pude ver la colilla mojada pero aún caliente y que fue la culpable de todo. Cuando al fin pude recuperar algo la compostura y el resuello y tragando saliva dificultosamente, me dirigí al salón. Con el ánimo amedrentado alargué mi mano para alcanzar el interruptor desde fuera y encendí la luz. La luz me proporcionó el valor suficiente para entrar en salón pero allí no había nadie. Tomo aire y con la vista clavada en el sofá apago la luz… Nada, allí no había nadie. Mi raciocinio me dio la única explicación posible, todo había sido una mezcla de sueño y realidad.
Habían pasado más de dos semanas desde el incidente e iba conduciendo en mi coche por una tortuosa carretera comarcal llena de baches, curvas y sin apenas señalizar. La noche era cerrada y las luces del auto apenas si eran capaces de rasgar la profunda oscuridad que me rodeaba. Para mas INRI, llevaba algo más de media hora circulando con un camión cisterna delante de mí que me iba marcando un cansino ritmo y del que me veía incapaz de deshacerme debido al tráfico y a lo precario de la carretera. Supongo que debido a lo monótono del viaje, en mi cabeza no dejaba de darle vueltas al asunto de “mi sueño”. Bueno, en realidad, no había dejado de pensar en ello ni un momento en todos estos días. Incluso alguna vez me había levantado en mitad de la noche y encendía y apagaba la luz del salón con la vista clavada en el sofá no sé si esperando encontrármelo o tal vez convencerme de que todo fue una pesadilla. Aunque me extrañaba recordar hasta el último detalle, hasta la última de las pocas palabras pronunciadas y eso no suele ocurrir con los sueños cuyas imágenes enseguida se desvanecen entre las imágenes del mundo real sin que quede apenas rastro de ellas. Y es que había sido tan real, lo había vivido de una forma tan profunda que aún dudaba si sólo había sido un simple sueño o aquello era algo más. De cualquier forma no había duda que aquel “aviso”, ya fuera real u onírico, me había salvado la vida.
Decidí sacudirme todos esos pensamientos de la cabeza y volví a centrarme en la carretera. Estaba cansado de ir detrás de aquel camión y pensé que debía de adelantarlo de una vez. Me asomo para ver las posibilidades y la proximidad de un túnel en el que estábamos a punto de entrar me hizo desistir en mi maniobra. Suspiro resignado, me relajo en mi asiento después la maniobra abortada y sin querer, en un movimiento casi mecánico, mis ojos se dirigen al retrovisor. Solté un respingo y di un pequeño bote sobre al asiento aferrándome con las dos manos al volante. Allí estaba el niño otra vez, en el asiento de atrás, mirándome con esos ojillos redondos y de extraña luminosidad purpúrea.
-¿Pero como es esto posible? ¿Qué haces aquí?
Atiné a pronunciar mientras alternaba mi vista en la carretera y en el retrovisor donde podía ver su contorno que aunque negro como todo alrededor, su negrura destacaba de un modo especial, extraño, como si su oscuridad fuera más profunda que el resto. Sin duda era el mismo niño que había visto en mi salón, pero algo había cambiado en él. Ya no era tan pequeño, había crecido y ahora era un adolescente al que incluso pude hasta distinguirle algo de acné en su cara. De nuevo esa siniestra sonrisa asomó en su rostro e incorporándose un poco abrió otra vez su oscura boca de insondable negritud para chillar.
-¡FREENAAA!
-¿Cómo que frene? –Miré al frente y todo parecía normal. El camión cisterna seguía delante de mí con su parsimoniosa marcha y estábamos a escasos metros de entrar en aquel túnel.
-¡FREENAAA!
Repitió mientras las pupilas de sus ojos alcanzaban un brillante tono rojo y el oscuro redondel de su boca se agigantaba hasta parecer que ocupaba toda su cara.
Mi instinto y mi experiencia me dictaron que era mejor hacer caso y clavé el pedal del freno hasta casi atravesar el suelo y el coche, entre chirridos de neumáticos, se detuvo abruptamente.
-¿Qué ocurre? ¿Por qué me has dicho que me detuviera?
Le dije mientras me giraba sobre mi asiento para poder observarle. En ese momento la luz de un coche que circulaba de frente inundó el habitáculo y pude notar otro cambio en el crío. Ya no se hacía invisible a la luz, al menos no del todo, ya que cuando recibió los focos de frente podía seguir viéndolo aunque, eso si, algo difuminado o mejor dicho algo traslucido. No sólo había crecido, también parecía tener más consistencia.
De pronto una tremenda explosión resonó en el aire haciendo incluso balancear al coche con nosotros dentro. Me giré de golpe a tiempo de ver como una enorme bola de fuego salía de la boca del túnel y se dirigía hacia nosotros con ardientes y amenazantes lenguas de fuego. Aplasté mi espalda contra el respaldo aguantando la respiración mientras veía como las llamaradas llegaban hasta el morro de mi coche lamiéndolo con su calor. Poco a poco fueron retrocediendo hasta que ya sólo se podía ver una luminaria que alumbraba las paredes del túnel, supongo que serían los restos del camión cisterna ardiendo y que por alguna razón que desconocía había estallado. Si hubiera seguido detrás de él, no cabe duda que ahora estaría como un churrasco bien pasadito.
Solté el aire que aún aguantaba en mis pulmones y dirigí mi vista al retrovisor. Allí reflejado continuaba el rostro del chaval que ahora se le veía sereno y luciendo su sombría sonrisa.
-¿Por qué haces esto? ¿Por qué me salvas la vida?
Pregunté sin apartar la mirada del espejo ni de sus ojos a los que se les había apagado el rojo vivo.
-Porque aún no ha llegado tu hora. –Me respondió sin apenas mover los labios.-
Me dejó tan impresionado la respuesta que tardé un rato en reaccionar. Cuando pude hacerlo, me giré para poder preguntarle que era lo que significaban esas palabras y que si sabía cuando sería esa hora, pero antes de yo pudiera abrir la boca, él había vuelto a desaparecer. No estaba seguro de lo que había pasado, pero lo que sí tenía claro, era que esta vez, no había sido un sueño.
Otra vez más se me aparecería aunque en esta ocasión las circunstancias fueron bien distintas. Estaba pasando unos días de descanso en la playa. Estaba con unas recién estrenadas amistades que había conocido allí mismo. Aquel día, estuvimos casi toda la mañana tostándonos al sol mientras puntuábamos de
Yo ese día no lo dudé y obedecí mansamente. Miré a la tortilla que aún mantenía suspendida en el aire y suavemente volví a dejarla en el plato mientras cerraba mi boca que aun mantenía abierta. Mis nuevos amigos se percataron de mi extraño comportamiento y empezaron a tomarme el pelo.
-¡Eh… Tío! ¡Espabila, que parece que te ha dado un aire!
-No… Bueno… -Trataba de salir de mi ensimismamiento y reaccionar.- Es que… ¿No os parece que la tortilla tiene una pinta rara?
La verdad es que tenía una pinta estupenda, pero fue lo único que se me ocurrió en aquel momento.
-¡Ahora este tío nos ha salido escrupuloso! –Se reía uno de ellos a la vez que agarraba el pincho que yo había dejado y lo engullía de golpe apenas sin masticar. El resto se unió a la broma y entre risas, bocados y atragantes acabaron en un plis-plas con toda la tortilla. La cosa se olvidó y no hubiera tenido importancia sino es porque al día siguiente cayeron los tres muy enfermos y en pocos días dos de ellos murieron y al tercero aunque se recuperó, le quedaron secuelas de por vida. Y es que al parecer, la famosa tortilla, tenía una legionella del tipo más virulento y mortal y hubo una grave intoxicación donde murieron varias personas además de mis dos amigos.
Sentí la muerte de esas personas, eran buena gente, pero aquel último suceso, lejos de asustarme o hacer que mi preocupación aumentara logró en mí el efecto contrario. Empecé a moverme por la vida con una tranquilidad y una seguridad que desconocía hasta entonces. Antes de realizar cualquier tarea que entrañara algún riesgo, como cada vez que cogía el coche o subía a un avión, miraba alrededor a ver si veía a mi particular salvador por algún lado. Si no era así, me relajaba y disfrutaba lo que hiciera, seguro de que no me podía pasar nada. Era una férrea seguridad que reconfortaba bastante al saberse protegido por una especie de ángel de la guarda. De todos modos, había algo en lo más profundo de mi ser que me decía que aquello no podía ser bueno. Aquel “ser” que se me aparecía era un ente siniestro y su diabólica sonrisa ý gélida mirada escondía alguna maldad, algún peligro que no veía o no quería ver.
Habían pasado un par de meses de mis vacaciones en la playa. Me encontraba en el salón de mi casa. Acababa de terminar de cenar y estaba viendo la televisión confortablemente hundido en la molicie de mi sofá cuando de repente una punzada de dolor atravesó mi cerebro. Me salió un leve quejido involuntario y me llevé una mano a la frente esperando que ese dolor se disipara. Pero no se fue, al contrario, empezó a aumentar rápida y ferozmente hasta que comenzó a tornarse un dolor totalmente insufrible. Grité más fuerte, me llevé las dos manos a las sienes, arquee mi cuerpo hacia delante y cerré con fuerza los ojos como en un intento de hacer presión para que aquella tortura abandonara mi cabeza. Casualidad o no el caso es que el dolor me concedió un pequeño respiró y aunque no me abandonó del todo parecía mitigarse algo. Abrí los ojos y recosté mi espalda sobre el sofá cundo me di cuenta de que él estaba otra vez conmigo, sentado a mi lado en el sofá mirándome y como siempre, sonriéndome. Y también como siempre, había vuelto a crecer y ya se le veía como una persona adulta y desarrollada.
Ya no me asustaba, había acabado por acostumbrarme a su presencia y con voz cansina, agotado por el esfuerzo sufrido le pregunté:
-¿Qué haces aquí, de que me quieres avisar esta vez?
Sus ojos chispeaban fulgurantes y sonrió aún más de lo que lo hacía antes de contestarme.
-Vengo a decirte que ya llego tu hora.
-¿Cómo sabes tú eso? –Pregunté sin demasiada energía.-
-Lo sé porque estoy dentro de tu cabeza.
-¿Qué quieres decir con eso? ¿Qué tan solo eres fruto de mi imaginación?
-No, quiero decir exactamente eso… Que estoy dentro de tu cabeza y que seré yo quien acabe contigo.
La mirada de perplejidad que asomó en mi rostro debió de bastarle para que me contestara sin haberle preguntado.
-Soy un tumor que tienes en tu cerebro y que he crecido dentro de ti. Tú has sido testigo de mi desarrollo y de cómo iba creciendo.
Una oleada de pánico me invadió el cuerpo y acentúo mi maldito dolor de cabeza.
-Pe… pe… pero… -Balbuceaba incapaz de expulsar una palabra completa.- Iré… iré… al médico y tendrá solución. No puede ser verdad lo que me dices.
-Ya es demasiado tarde. Soy demasiado grande y mi masa tumoral consistente. Estamos ya en la fase terminal. Tal vez hubiera tenido solución hace un tiempo, al principio, cuando tenía que esconderme de la luz para que no me detectaras… tal vez entonces si hubiera tenido remedio, pero ahora no y me perteneces.
Mi balbuceo se convirtió en un llanto irrefrenable y entre sollozos y moqueos obligué a mis palabras que salieran.
-¡Pero esto no tiene sentido! ¿Por qué entonces tanto empeño en protegerme y salvarme la vida? No lo entiendo.
Su sonrisa se le borró del rostro como ofendido por no sé que motivo y con un tono enojado me contestó.
-¡Te he dicho que me perteneces! Soy un cáncer y como tal mi instinto predador me lleva a proteger a mi presa porque de su vida depende la mía… Pero eso es solo hasta que me hago mayor, entonces es cuando tomo lo que es mío… Tu vida… A ti…
El dolor volvió a mi cabeza multiplicado por diez. Parecía que una brasa ardiente crecía en el centro de mi cerebro. Grité y grité tratando de expulsar de mí aquella terrible sensación.
Aquello es lo último que recuerdo. Volví a despertar en la cama de un hospital donde llevo ya varios meses entubado y sondeado por mil sitios. Me parece llevar una eternidad malviviendo, casi convertido en un vegetal sino fuera por los horribles dolores que padezco que me recuerdan que, para mi desgracia, aún sigo vivo.
En los débiles momentos de consciencia puedo verlo, sentado al pie de mi cama, perpetuamente vestido de negro y con su perpetua sonrisa en su rostro. Veo como se hace mayor y envejece al mismo ritmo que yo me voy consumiendo y veo como sonríe cada mañana que yo continuo vivo y él puede seguir devorándome, satisfaciendo su voraz instinto predador.
En estos momentos lamento no haber muerto de legionella, asfixiado, abrasado vivo, o por cualquier otra cosa, pero seguro que mejor que esta horrible muerte donde en tu interior, crece una bestia que lentamente va devorando tus entrañas. Ya sé que tenía que morir, es inevitable, pero no quería que fuera así…no de esta manera.
Me impacto el final.
ResponderEliminarMe halaga tu comentario pues esa era mi intención. ;-)
ResponderEliminarGracias por leerme.
Un saludo.
Has ganado un lector más. Felicidades por los relatos, se ve que consigues transmitir escenarios acciones y emociones de forma fácil y eficaz, y esto es mucho más de lo que algunos novelistas pueden presumir.
ResponderEliminarSi he ganado un lector, soy mucho más rico que ayer.... :-)
ResponderEliminarGracias por tu comentario.
Un saludo.
impresionante, me ha encantado este relato.. seguiré leyendo lso anteriores....
ResponderEliminarel final es buenisimo a peasar de la desgracia que cuentas
gracias por compartir tu creatividad
Gracias a ti por leerme. :-D
ResponderEliminarUn saludo.