El autocar avanza deprisa por el negro asfalto de una autovía que parece nueva. Llevo la cabeza apoyada en la ventanilla, sin perder de vista la blanca raya del arcén que se desliza veloz junto a nosotros y voy pensando en el último autocar en el que viajé. Sus asientos tenían unos respaldos que sólo llegaban a la mitad de la espalda y el skay con el que los forraban te hacía sudar solamente con mirarlo. Nada que ver con estos asientos altos y forrados de confortable tela muy agradable al tacto. Antes tampoco tenían servicios y mucho menos televisión y el viaje que antes no hacías en menos de siete horas, ahora te lo ventilas en dos y media. Desde luego, mucho han cambiado las cosas en estos veintitantos años. Y lo de veintitantos lo digo no porque sea una forma de hablar, sino por que más o menos a partir de los quince años de cárcel, dejé de contar los días que pasaba preso. A ciencia cierta sólo sé que entré en la cárcel con treinta y ocho años y ahora, creo, que tengo sesenta y dos.
Fue un feo trabajo el que me llevó preso y en el que no debí de haberme metido, pero malas compañías y un vicio chungo que me martirizó durante años me empujaron a hacerlo. En teoría tenía que haber sido un “trabajito sencillo”. La sucursal se encontraba en un barrio, estaba poco vigilada, con buenas vías de escape y sabíamos con seguridad el día y la hora en que encontraríamos la caja llena. Pero ni la sucursal estaba poco vigilada, ni las vías de escape eran tantas como parecían (lo del dinero no llegué a averiguarlo nunca). El caso es que la cosa se complicó un “poquito” y hubo cuatro muertos, entre ellos un policía y mi socio en el asunto. Así que sólo quedé yo para chuparme el marrón y vaya si me lo chupé. A pesar de que yo no disparé un solo tiro (¡si ni siquiera iba armado!) el hecho de que muriera un policía hizo que recayera sobre mí todo el peso de la ley.
No tengo nada claro lo que voy a hacer ahora. Me siento viejo y cansado. Nunca me casé, no me queda familia y tampoco tengo una vida fuera de la cárcel. He sacado un billete para la ciudad donde nací. No espero encontrar a nadie, ni nadie me espera, pero espero que el poder ver algún lugar familiar y reconocer algo de mi antigua vida me ayude en mi nuevo camino.
Recuerdo cuando el director de la prisión entró en mi celda para hablar conmigo. Su sonrisa reflejaba la excitación de alguien que cree que va a dar una buena noticia.
-Has cumplido con la sociedad, tu condena ha terminado. –Me dijo en un tono paternalista como el que manda a su hijo, que se ha hecho mayor, a que se busque por ahí la vida.- En dos días puedes irte.
-¿A dónde coños voy a ir yo? –Le espeté sin mucho miramiento.-
-No lo sé… -La sonrisa se esfumó de su cara, sin duda esperaba otra reacción por mi parte.- Pues fuera de estos barrotes a disfrutar de la libertad y rehacer tu vida.
-Tener libertad no significa necesariamente tener muchos metros para moverse. Y la única vida que tengo, está aquí dentro.
Decididamente no era esa la contestación que esperaba.
-¡Hay que joderse lo raro que eres, nunca he visto a nadie como tú! –Visiblemente enfadado se dio media vuelta a la vez que sentenciaba.- Me trae sin cuidado lo que hagas fuera. Recoge tus cosas. En dos días te vas de aquí. ¡Porque lo digo yo!
Sonrío con amargura al escucharle. Llevo toda mi vida escuchando ese tipo de poderosas razones… “¡Porque lo digo yo!”, “¡Porque es así y punto!” “¡Porque si no, atente a las consecuencias!” y lo cierto es que esto, de siempre, me ha convencido más bien poco. Es más, basta que me esgriman estas razones, para que mis oídos se me cierren aún más. Aún sigo esperando a alguien, que cuando venga a decirme lo que debo de hacer, las razones que me dé sean claras, tangibles, lógicas y no suenen a una amenaza.
Y lo de “recoge tus cosas”… Eso también tiene su guasa. Después de todos estos años, “mis cosas” caben en la pequeña mochila que, en estos instantes, llevo sobre mis rodillas y que miro con desesperanza.
Estoy llegando, enfilamos la última pendiente que da la entrada a la ciudad. ¡Cielo santo cómo ha cambiado todo! Lo que antes era un gran descampado donde podías alargar la vista hasta el infinito, es ahora una mole monstruosa de ladrillos y cristal que pinta de feo marrón el paisaje y lo aprisiona de tal forma que tienes que levantar la cabeza y estirar el cuello para poder ver el cielo.
Me ha bajado del Bus y he dejado atrás la estación. No reconozco nada, me siento como un extranjero que no conoce la ciudad por la que se mueve, peor aún, me siento como un alien que no sabe nada de este extraño mundo al que ha ido a parar por casualidad.
Mis pasos, no sé si consciente o inconscientemente, me han llevado al barrio donde nací. Esperaba poder ver la larga calle de tierra con sus casas bajas, casi chabolas algunas, donde pasé mi corta infancia pero nada de eso queda ya. En su lugar, ahora es una larga avenida bien asfaltada flanqueada por altos edificios plagados de diminutas ventanas que, de algún modo, me recuerdan a la galería de donde vengo, con varias alturas y en cada piso largas filas de pequeñas puertas con barrotes, la diferencia es que estas no tienen barrotes. Es más, cuanto más observo a mí alrededor, más similitudes aprecio con mi antiguo cubículo al que cada vez echo más de menos.
Aún más abatido y desilusionado de lo que ya me encontraba, encuentro un parque plagado de plataneros, que aunque jóvenes, sus ramas ya dan buena sombra. Veo un banco entre dos árboles y me siento, o mejor dicho, me derrumbo en él arrojando la mochila a mis pies.
Bebo un poco de agua del botellín que llevo conmigo y sigo embobado, mirando todo alrededor como un niño pequeño en un parque de atracciones. Todo parece ir mucho más deprisa y ser mucho más ruidoso que como yo lo recordaba. Los coches, todos extraños para mi, se mueven deprisa ocupándolo casi todo, carretera y acera. La gente camina deprisa sin apenas levantar la vista, ignorando todo lo que ocurre a su alrededor. Podría ponerme en pelotas ahora mismo y me apuesto algo que nadie se daría cuenta. No me gusta, esto en que se ha convertido el mundo no me gusta.
Seguía ensimismado observándolo todo cuando un chico joven, de veintialgunos años, grande como un oso y con unos raros pantalones que parecían a punto de caérsele, se acerca por mi izquierda. Viene hablando por el móvil (parece que ahora todo el mundo tiene uno) haciendo grandes aspavientos y jurando por su madre que sus chicas son las mejores de la ciudad. Por lo que se ve, -pienso- la estupidez, como el resto de la ciudad, también ha crecido. Justo cuando pasa a mi altura, le da una patada a mi mochila que estaba a mis pies. Tal vez la tenía un poco separada de mí y ocupaba algo el camino, pero creo que el niñato se ha pasado, aunque no quiero problemas.
-Perdona. –Le digo mientras recojo la mochila poniéndola conmigo en el banco.-
-¡Maldito viejo! –Me suelta de muy malos modos, dejando su conversación a medias y encarándose conmigo.- Casi me haces caer por dejar esa mierda por ahí tirada.
Aprieto el puño para contener mi rabia. ¿Qué se creerá este niñato? Este mierda aún no había nacido cuando yo me merendaba tipejos como él en la cárcel. Decido serenarme no quiero problemas, al menos no tan pronto y lo ignoro. El chaval parece acordarse de que tiene alguien en el teléfono y haciéndome un gesto apuntando su dedo corazón hacia el cielo, retoma la conversación que llevaba.
-Nada… un asqueroso viejo que casi me hace caer… Cómo te iba diciendo… -Le escucho que va hablando mientras se aleja.-
Un montón de bilis me sube al paladar. Esto no pasaba antes. Antes respetábamos a los mayores y teníamos mucha más educación. Puede que fuéramos quinquis y chorizos pero sabíamos lo que era el respeto y la dignidad. También comienzo a añorar el respeto y la dignidad que había comenzado a ganarme en la cárcel, a base palabras unas veces y de manos otras muchas.
Intento que el mal rato no me afecte, si no me va a empezar a doler el estómago y era lo que me faltaba. Trato de tranquilizarme aunque no pierdo de vista al zagal con el que he tenido el encuentro. Se detiene al otro lado del parque, justo enfrente de mí, en un banco donde hay dos chicas sentadas y comienza a hablar con ellas. Las chavalas, apenas unas crías, no sé muy bien de que van, pero tanta carne al aire y en público yo nunca la había visto antes.
Las palabras del joven van subiendo de tono, igual que la voz de las chicas, que se han levantado del banco para estar más a la altura del muchacho y que cada vez se les está poniendo más agresivo. La agresividad va en aumento hasta el punto que le suelta un manotazo con la mano abierta a una de ellas que la sienta de culo en el suelo. La otra hace el gesto de agacharse para ayudar a su compañera y en ese momento el chaval le mete una patada en la cara que la hace caer hacia atrás describiendo un arco antinatural con la espalda. Ahora, mientras las dos chicas están en el suelo cubriéndose como pueden, el salvaje comienza a alternar las patadas, una para una y otra para la otra.
Que sencillo es hacer daño, no tiene ningún merito. En cambio que difícil es ser bondadoso. Y es que la bondad tiene que salir de muy adentro y creo que hace tiempo que las personas no nos miramos tan profundo. Mi pensamiento se ve confirmado cuando me doy cuenta que la gente que pasa cerca apenas prestan atención a lo que está ocurriendo e ignoran los gritos de ayuda de las chicas. ¡Como puede haber tanta indiferencia!
Ya no lo soporto más, me levanto, me acerco hasta donde el chico y justo cuando iba a soltar la enésima patada sobre una de las chicas le agarro de un brazo y de un tirón le hago dar media vuelta encarándomelo hacia mi.
-Pero que…
Fue lo único que le dio tiempo a decir antes de que le diera con mi puño cerrado en su costado izquierdo. Fijo que he oído crujir al menos un par de costillas. El chico se dobla de dolor abrazándose el costado y cayendo de rodillas delante de mí. Entonces, le agarro del pelo de la nuca, le tiro hacia atrás la cabeza y le descargo un puñetazo en su nariz. Bien… Por el ruido que ha hecho al romperse, creo que no se la arregla ni operándose. Quiso llevarse las manos a la nariz pero antes de que estas llegaran a tapar su cara, se coló antes mi puño en su boca y aunque yo me despellejo los nudillos, a él le saltan un par de dientes.
Buff…Hacía tiempo que no le pegaba a nadie unas hostias tan a gusto. Creo que ya tiene bastante. Le suelto y el chico cae hecho un ovillo, mientras entre gritos, se lleva las manos a la cara. Dirijo mi mirada a las muchachas que están ayudándose mutuamente a levantar. Ellas me miran y en sus ojos vidriosos de lágrimas puedo ver una señal queda de agradecimiento, yo a mi vez inclino un poco mi cabeza para devolverles el gesto y doy media vuelta para alejarme de allí.
-¡Maldito viejo! ¡Hijo de puta! –Empieza a maldecir el chaval con voz gangosa y entre gorgoteos de sangre.- ¡Acabaré contigo… Contigo y con ese par de putas! –Continúa con sus gritos mientras agita amenazante su puño en el aire.
Creo que fue en este momento cuando lo vi todo claro, pude ver mi destino y lo que debía de hacer.
Saco del bolso mi viejo pincho, hecho con un cepillo de dientes al que afilé el mango y que me ha sacado de no pocos apuros en la cárcel. Lo aferro firmemente en mi mano, me giro, avanzo un par de pasos, pongo mi mano izquierda sobre su hombro y con la derecha hinco el pincho en su pecho en un rápido movimiento de meter y sacar. Creo que le he atravesado el corazón. Apenas un leve quejido, ahogado por la sorpresa, acierta a salir de su garganta. La sangre empieza a manarle por el agujero como un surtidor al ritmo que le marca su corazón. Lo miro a la cara, veo en su mirada el terror del que ve aproximarse a la muerte y me quedo, indiferente, casi como ajeno, observándole fijamente a los ojos mientras en ellos se va apagando, poco a poco, el brillo de la vida. Ha sido rápido, apenas unos segundos.
-Bueno… -Digo mientras dejo caer el cuerpo sin vida del tipejo y guardo el pincho en el bolso.- Yo he librado al mundo de un hijo de puta y ahora quiero que me vuelvan a llevar a mi hogar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario